Sobre lo espiritual de la filosofía

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Poco antes de que comenzara la pandemia, realicé mi retiro más reciente en un monasterio católico enclavado en una de las muchas serranías de nuestra vasta geografía nacional. Cabe decir que me retiré, no para buscar a “Dios”, ciertamente, pero tampoco para no encontrarlo; sino solo  como parte de mi propia práctica filosófica (que entonces bien puede desembocar en el encuentro u olvido de Dios por igual y, en todo caso, dicho acontecimiento sería totalmente fortuito).  Pese a esto, siempre me ha llamado la atención lo difícil que es compartir esta práctica con las personas en general; siempre suponen que andas rezando, consumiendo algún tipo de psicotrópico relacionado a prácticas rituales o simplemente expiando penas, cumpliendo a cabalidad lo que el filósofo e historiador francés Pierre Hadot decía ya en la década de los años ochenta del siglo pasado, cuando afirmaba que la extensa tradición de los ejercicios espirituales ha quedado confiscada por el dogmatismo cristiano[1] al grado de resultar casi inconcebible para una mente occidental pensar en prácticas y conceptos como retiro, meditación, discernimiento, confesión e incluso  espiritualidad, sin la mediación del imaginario religioso cristiano, que cuando no, es esoterista new age, u optimista cósmico a lo hippy abraza árboles, o fanático hiperactivo a lo couching de autoayuda, o gnóstico a lo masón, u ocultista ovni, pero nunca espiritual sin más, ¡y ni mucho menos filosófico!.

Esto no solo confirma la eficaz privatización que el cristianismo medieval hizo de las prácticas espirituales desarrolladas y heredadas por el mundo pagano, sino que, limita la posibilidad de experimentación y apropiación que cada practicante puede tener de cada una de ellas. En mi caso, por ejemplo, la práctica del “retiro” no dista mucho del significado literal de esa palabra: solo me refiere el acto de retirarme de mi rutina y espacios habituales a otro espacio más adecuado para permitirme, por fin, distanciarme de mis rutinas mentales como condición mínima para ejercitar mi conciencia; así, sin más misterio, ni charlas motivacionales, ni sesiones grupales de yoga… Acaso únicamente la condicionante de la soledad y el silencio, con excepción de un par de palabras intercambiadas con algunos monjes y visitantes en un puñado de ocasiones aisladas, pero nada más. Esta anécdota trata, entonces, de lo práctico y espiritual de a filosofía, pero también de lo cotidiano de la espiritualidad humana pues, lo sepamos o no, día a día todos estamos solícitos, e incluso impelidos a realizar, o al menos a intentar realizar, algún ejercicio espiritual, aunque no nos lo propongamos. No obstante, intenta realizar una práctica espiritual el filósofo que se retira una temporada para meditar en silencio, así como la persona que va a misa un domingo, o aquella que suscribe a una práctica o forma de pensamiento específico que ordene su vida a lograr, por ejemplo, “la felicidad”; o aquella que viaja para despejar su mente y lograr reinsertarse mejor en su rutina, o la que va a terapia; incluso lo intenta aquella que, inmersa en el éxtasis del baile y el alcohol, procura preservar esta célula momentánea de alegría y comunión frenética con el entorno a través de una longitudinal raya de coca. Todas, sin excepción, pueden ser experiencias que revelan, muy en el fondo, el anhelo humano de lo espiritual, aún en el caso de las prácticas que podrían considerarse “inmorales” o “ilegales”, porque el objetivo último de dichas prácticas (las espirituales) no es propiamente lo moral o lo cívico, sino lo Total: conocimiento de lo Total, búsqueda de lo Total, sensación de lo Total, aunque sea sólo un instante.

 Dice al respecto el ya referido autor francés:

La palabra «espiritual» permite comprender con mayor facilidad que unos ejercicios como estos [los ejercicios espirituales de la filosofía] son producto no sólo del pensamiento, sino de una totalidad psíquica del individuo que, en especial, revela el alcance de tales prácticas: gracias a ellas el individuo accede al círculo del espíritu objetivo, lo que significa que vuelve a situarse en la perspectiva del todo («Eternizarnos al tiempo que nos dejamos atrás»)[2]

En esto consiste el movimiento básico que toda práctica espiritual promueve: situarnos en la perspectiva del todo al tiempo que nos dejamos atrás. Pero, lograrlo no es fácil ni inmediato, por ello, exige unos ejercicios, es decir, un esfuerzo sostenido que ordene ese impulso que se anuncia casi de manera inconsciente, que me permitiré llamar, aprovechando la cita de Hadot, «inclinación de eternización», y que pienso que se posiciona a la base de todos nuestros impulsos religiosos, orgiásticos e incluso de consumo, sin la necesidad de mediación de gurú, bautizo o rito de iniciación específico; como el hambre, ¡lo tenemos en nosotros!, lo cual tampoco quiere decir que solo por este hecho cualquier cosa que hagamos sea un ejercicio espiritual en forma. No hace falta ser un iniciado para saber que ir a misa un domingo al año, seguir un couching de autoayuda en YouTube, pretender vivir de vacaciones todo el año o ponerse hasta la madre de coca y alcohol cada fin de semana, difícilmente ofrecerá algo así como una “experiencia de totalidad” más allá de sus brevísimos puntos clímax que, apenas fenezcan, darán paso a una serie de consecuencias lamentables que, entre la adicción, el deterioro mental y físico, la precariedad económica, así como la trivialidad, sólo rehabilitarán, con más violencia, los espacios de captura que la inclinación de eternización suele aspirar a diluir. Es entonces cuando las filosofías y religiones antiguas verdaderamente ofrecen su auxilio, estas últimas no como dogmas, sino como auténticas herramientas del ego.

Así pues, como decía, este es un camino al que también suscribe la filosofía, principalmente en su configuración más antigua, cuando esta práctica y saber hacía de la verdad su propio objeto trascendente, igual solícito de entrenamiento y proyecciones experienciales que iban más allá de la sola obtención intelectual de la misma.

Como el grueso de las religiones, la filosofía antigua grecorromana partía del supuesto de una cotidianidad menesterosa que se empobrecía gradualmente a causa del precario dominio de la gente sobre su mente y sus deseos; buscar la verdad a través de la especulación, la exégesis textual y las prácticas meditativas (físicas y mentales) era una forma no solo de contemplar la verdad, sino de apaciguar, controlar y trascender esa misma mente y las irrefrenables pasiones: una terapéutica de la mente y las pasiones. Por ello, Cicerón decía que est profecto animi medicina philosophia[3] y no por casualidad a las doctrinas fundamentales de Epicuro se les conoció como  Tetrapharmakón  (τετραφάρμακος=remedio de cuatro partes)[4], metáfora tomada de un famoso ungüento romano para sanar heridas, elaborado a base de colofonia, sebo de carnero, cera amarilla y resina de pino; pero en el caso de Epicuro, elaborado de máximas para lograr una vida lo más feliz posible, alejada de sufrimientos y miedos innecesarios. Esta antigua vocación de la filosofía hace comprensible que, encontremos en las prácticas espirituales de algunas religiones, un origen filosófico más remoto, y aún más al servicio de la universalísima espiritualidad humana, que lo que las formas concretas de un dogma específico pueden ofrecer; un buen ejemplo de esto lo podemos encontrar en el ascetismo monacal, práctica de la que, como les comenté, intento beneficiarme en los ocasionales retiros que realizo.

A este respecto, diré que los monasterios son, estrictamente, los lugares donde habitan los ascetas (del griego askéin, que significa entrenarse), personas interesadas en someterse a entrenamiento, principalmente de tipo espiritual, y que tiene como una de sus condiciones características la soledad; por ello también se conoció a los ascetas como monjes , del vocablo monachós, que quiere decir solo o solitario y que en cuanto célula gramatical de la etimología de monasterio, traduce la palabra como lugar de los solitarios; situación que también hacía de estos lugares espacios silenciosos y distantes de los centros urbanos.  Al que yo acudo para retirarme está ubicado, como les decía, en una serranía, pero, en general, los monasterios se encuentran en montes, bosques, desierto, que fueron, a su vez, los lugares donde los ascetas antiguos se exiliaron inicialmente para salir del mundo: «fuga mundi» se le ha llamado, y  a la región marginal, apartada de la célula social y enclavada en entornos hostiles al hombre civilizado, a donde se retiran estos ascetas, la denominaron la «schatiá», espacio de entrenamiento espiritual donde el hombre en fuga del mundo se entrenaba para preparar un contra-mundo, ¡así de radical!

Lamentablemente, no solo el valor terapéutico, sino contestatario y emancipatorio[5] de estas prácticas ha quedado sepultado por la avalancha de prejuicios que mucha gente ha adoptado frente a las deficientes prácticas que instituciones religiosas como la iglesia católica han tenido a lo largo de la historia; no obstante, la ascesis cristiana es un arsenal de recursos para el cultivo del ser humano, tanto como la de todas las religiones antiguas pues, como he mencionado, esta fuga mundi no es, ni de cerca, un fenómeno propio del cristianismo; existen monjes y monasterios hinduistas, taoístas, budistas, sufíes, jainistas, zen, ortodoxos, e incluso filosóficos (el propio Jardín de Epicuro puede ser un ejemplo de esto). La mayoría dotados de una mística valiosísima y de una serie de métodos y tecnologías del ego para el desarrollo espiritual con milenios de trabajo y perfeccionamiento (sin duda más de lo que se le haya podido dedicar a cualquier ciencia actual); quizá por ellos su alcance, a diferencia de, por ejemplo, algunas de las disciplinas  de salud mental disponibles en nuestro horizonte cultural inmediato, no se limitaban a realizar un mero ejercicio de normalización psíquica o física de las personas, sino a la reestructuración global de la conciencia del filósofo hasta posibilitarle una nueva experiencia inmediata de sí mismo y del mundo, orientada a perfeccionarse o, lo que es lo mismo, a «trascenderse». Un contraste de esto lo encuentro en lo que llamo la neo-magía de la autoayuda que reza: encuéntrate a ti mismo, amate a ti mismo o ¡se tú mismo!, como si ese “sí mismo” fuera una especie de joya terminada que apenas se la encuentra equivale a un cheque al portador. Esto, por mucho, se parece a un perro que se corretea la cola.

Muy por el contrario, en las filosofías grecorromanas el ego no se pretende así; antes bien, el “conocerse a sí mismo” se parecía más a la experiencia de cavar profundo en la roca para encontrar un diamante en bruto, cautivo, sometido a una forma inferior, que tiene por delante un arduo proceso de embellecimiento y liberación por el trabajo del joyero; las antiguas filosofías del ego consistían, pues, en perfeccionar el yo, en emanciparlo y no tanto en “encontrarlo”. A este respecto menciona Pierre Hadot:

La mejor parte de uno mismo es, pues, finalmente, el yo trascendente. Séneca no logra su alegría en «Séneca», sino en el trascender de Séneca, descubriendo en sí mismo una razón que forma parte de la Razón universal y que yace tanto en el interior de los seres humanos como del propio cosmos.[6]

Esto se aprecia bien en el diálogo del Alcibiades, donde el Sócrates platónico menciona:

        ¿Qué medio tenemos de conocer el arte que nos hace mejores a nosotros mismos si no sabemos antes lo que somos nosotros mismos?[7]

Desde aquí, «sabernos», se ofrece como la propedéutica para procurarnos un ámbito de vida que no poseemos, que nos trasciende en nuestro estado actual (por eso es relevante el arte que nos hará mejores), pero que, por otro lado, parece importante llegar a tener en cuanto potencia, en cuanto «sí mismo» que hay que avizorar. En este sentido, algo de este «hacerse» adquiere el carácter de verdad, no sólo en cuanto sabido, sino en cuanto hecho. Así lo vemos en la práctica de la «parresía» socrática o cínica que, como nos muestra Foucault en su obra Discurso y verdad en la antigua Grecia[8] , no se limitaba al establecimiento de cualidades discursivas para concluir una virtual relación con la realidad, sino que se trataba de establecer la expresión irrefrenable de la «posición» de un sujeto ante la realidad.

Otro ejercicio espiritual de raigambre filosófica es la «imperturbabilidad», disciplina de cepa estóica que buscaba promover el desapego a lo innecesario, así como la sobria resignación de lo ineluctable a través de ejercicios de atención al cuerpo y al alma, abstinencias, exámenes de conciencia, filtrados de representaciones mentales, hasta lograr ese «dominio de sí», muy a la manera como también se observa en el budismo, tradición, filosofía y bastión religioso que, aunque diversificado en varias escuelas, mantiene el común denominador, no de su dogma, sino de su ciencia. Misma que se desenvuelve en un incalculable despliegue de técnicas y metodologías del ego que entre posturas, ejercicios físicos, respiratorios y mentales busca inducir al yogui, entre varias experiencias, a una forma primal de la conciencia, no para comprobar que Buda tenía razón, ni para garantizar el posible gozo de una vida después de la muerte, ni siquiera para encontrar a un Dios; sino, como nos deja ver el Potthapâda Sutta[9],  para conectar, para atestiguar, para presenciar y presenciarse en el ser.

El tema es simplemente inabarcable, pero llegado a este punto, quisiera cerrar el escrito acotando que el objetivo de este trabajo ha sido señalar, no solo lo antiguo, inabarcable e ininstitucionalizable del espectro espiritual; sino suscribir, una vez más,  la filosofía al campo de las disciplinas de lo espiritual, no a la manera como algunas religiones la han desarrollado, sino desde su propio carisma: utilizando la racionalidad reflexiva, la exégesis textual y el gobierno de la mente y las pasiones a través de prácticas físicas y mentales como recursos fundamentales.  Esto, como ya he dicho en diversos lugares, reubica a la filosofía más allá de un campo profesional, abriéndola al terreno universal del cultivo humano; dimensión que no sólo conviene al prestigio y destino de esta disciplina, sino a la humanidad en general con su nativo deseo, lo sepa o no, de eternizarse.

[1] Hadot P. Ejercicios espirituales y filosofía antigua, Siruela, España, 2006, pp. 24-25.

[2] Ibidem. P. 24.

[3] Cicerón, Tuscul., III, 6. [La filosofía es la medicina del lama].

[4] Diógenes Laercio, Vidas., X, 38.

[5] Al respecto escribía G. Friedmann: Son muchos quienes se vuelven por completo en la militancia política, en los preparativos de la revolución social.  Pero escasos, muy escasos, los que como preparativo revolucionario optan por hacerse hombres dignos. G. Friedmann., Le Pussance et la sagesse, París, 1970, p.359.

[6] Ibid. Ejersicios espirituales y filosofía antigua, p.267

[7] Platón., Alcibiades, 128e.

[8] Foucault M., Discurso y verdad en la antigua Grecia, Paidos, España, 2003, p.121.

[9]Se lee en este texto que, una vez desarrollado cierto entrenamiento, el practicante logra librarse de los deseos y todas las condiciones que, al menos desde la práctica, son reconocidas como “malas” y entra, entonces, en el primer jhâna, un estado que nace del desprendimiento (vivekaja: “nacido de la soledad”) en el que subsisten la reflexión y el entendimiento, en donde se experimenta alegría y felicidad. Entonces cesa en él esa idea que tenía de los deseos antes y surge la idea sutil y real de la alegría y la paz que nacen del desprendimiento […] [luego] mediante la supresión de la reflexión y el entendimiento, el bhikku [practicante] entra en el segundo jhâna que, nacido de la concentración (samâdhi), se caracteriza por la tranquilización interior, la unificación del espíritu, la alegría y la felicidad. Entonces se desvanece en él la idea sutil y real de la alegría y la felicidad nacidas del desprendimiento (vivekaja) y surge la idea sutil y real de la alegría y felicidad nacidas de la concentración […] [luego] Mediante la renunciación a la alegría, permanece indiferente. Atento y plenamente consciente, experimenta en su persona esa felicidad de que hablan los sabios (ârya), cuando dicen: “Aquel que es indiferente y pensativo goza de la felicidad”. Es el tercer jhâna.[…] habiendo renunciado a todo sentimiento de comodidad e incomodidad, con el fin de la alegría y la aflicción que experimentaba antes, entra y permanece en el cuarto jhâna, un estado de pureza absoluta, de indiferencia y de pensamiento (sati) sin bienestar o malestar. [Entonces] Se lleva más allá de las ideas de forma, al poner fin a las ideas de contacto (patigha, el choque en que se origina cualquier sensación) al librar su mente de las ideas distintas, al pensar: “el espacio es infinito”. […] Al traspasar inmediatamente la región de la infinitud del espacio y pensar: “la conciencia es infinita”. […] Luego, al traspasar la región de la infinitud de la conciencia y pensar: “él no es nada”, llega y permanece en la región de la no-existencia de todas las cosas (akiñcaññâyatana, la “nihilidad”). Por último, al traspasar la región de la no existencia, el bhikku llega a permanecer en un estado mental que no es ni la idea ni la ausencia de idea. […] Y como no piensa ni elabora, las ideas que tenía se desvanecen, sin que otras, más groseras, nazcan. Ha logrado la cesación. [ Sutta, 10 ss. (Dîgha, I, 182 ss.) en Eliade, M., El yoga, inmortalidad y libertad, FCE, México, 2013, pp. 131 – 133 (el subrayado es mío)]. La cita es extensa, pero la considero relevante por mostrar, con cierta economía narrativa, los procesos de modificación de la conciencia a través de esta práctica espiritual.

 

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