Filosofía, un camino en la pandemia

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La voz de los filósofos más mediáticos, ha alcanzado a penetrar la discusión pública en torno a la COVID-19 a través de notas, artículos y columnas en algunos de los diarios de la prensa internacional y publicaciones independientes, quizá con una inmediatez nunca antes vista. La reflexión filosófica que han realizado desde comienzos de la pandemia autores como Giorgio Agamben, Byung Chul-Han, Roberto Espósito, Slavoj Žižek, o las compilaciones literarias como Sopa de Wuhan[1] y Pandemonium[2] (que en realidad son compilaciones multidisciplinarias, pero que en su mayoría, giran alrededor de tesis de filosofía política), definitivamente han influenciado el rumbo de la opinión pública. Sin embargo, llama mi atención que en esta avanzada mediática de la filosofía, sus grandes preguntas,  las primeras, se encuentren tan ausentes; me refiero a las preguntas fundamentales, a las nacidas del asombro[3]: « ¿qué es la vida?», « ¿cómo vivirla?», « ¿qué sentido tiene sufrir?», « ¿cómo morir?». En un escenario donde el orden dado por hecho para las cosas (el sentido) se ve alterado y cuestionado de súbito por la experiencia, parecería que dichas preguntas tendrían que recobrar una renovada relevancia que quizá solo la filosofía podría instrumentar, no tanto en pos de las respuestas (que vendría ser la actitud propia de las ciencias médicas y tecnológicas en esta pandemia), sino de las preguntas mismas.

La incertidumbre urgente en estos días es: ¿cuándo y cómo regresar a la normalidad? La ciencia ha respondido a esto con una vacuna que promete ir perfeccionándose hasta permitirnos recobrar eso que tanto añoramos, pero, la filosofía, herramienta propia del «homo quaestionis» funda las preguntas tras las preguntas: en principio, queremos regresar de dónde venimos y llamamos a ese lugar «normalidad», pero, más allá de esta referencia de orientación, ¿qué es propiamente eso a lo que llamamos «normalidad»?, ¿Es realmente un lugar al cual resulta posible regresar o simplemente se trata de una experiencia de sentido frágilmente prolongada a costa de otras tantas experiencias de sentido posibles?, ¿Y si el valor presupuesto de la añorada normalidad contiene en germen el principio mismo de lo que ahora nos tiene padeciendo? Por lo demás, pedimos regresar de dónde venimos, pero recuerdo bien que ya estando allá nos quejábamos bastante. ¿Por qué de pronto eso otrora cuestionado ahora se torna incuestionado?, ¿falta de memoria o falta de coraje?

No podría saberlo del todo, pero desde la filosofía diría

que si bien las respuestas verosímiles no están a la mano, la insistencia debe consistir en cuestionar y no EN ceder al deseo de un lugar seguro.

Por ejemplo: recuerdo que en el mundo que habitábamos antes de la pandemia, estábamos acostumbrados (normalizados incuestionadamente) a que un «consumo» reivindicara nuestra experiencia de sentido en términos «aditivos»: un crédito, una cirugía plástica, un nuevo dispositivo móvil, un tatuaje, un like; cualquier distractor consumible y excitante que nos abdujera del tedio; de esta forma, sin incrementar el sentido, incrementábamos el placer (el nuestro) y el deseo (el nuestro y el de los otros), y llamábamos a eso “resolver”, “movernos”, “crecer”; una suerte de «reivindicación aditiva» que, manteniéndonos siempre en el mismo lugar, nos dejaba sentir que crecíamos.  Sin embargo, la C19[4] está presentando una inusitada resistencia a esta experiencia de «reivindicación aditiva» pues no ha habido producto de consumo que permita gestionar un estímulo placentero que nos haga sentir el inmediato “efecto salvífico de la adhesión” (¡ni siquiera una vacuna!); antes bien, nos ha sumergido en la incómoda y ya casi ajena experiencia de «decrecimiento» o, en su defecto, de impasse global. Ante este déficit de placer, seguridad, serotonina y demás estímulos sensuales con los que nos hemos acostumbrado a verificar la «normalidad» de la «realidad», algunos simplemente han colapsado. El síntoma fundamental de esto es el «negacionismo». Pese al confirmado riesgo que la C19 representa para la comunidad humana y sus estructuras gubernamentales, estas personas [las negacionistas] han optado por negar la realidad del virus (ya sea de dicho o de hecho), como si de fundamentalistas religiosos se tratara (algo así como: «creyente fundamentalistas de un sentido inmanente del mundo» o, dicho en mis propios términos, como cediendo al influjo de un «sesgo cosmovisual»[5]). Lo dicen en las charlas del día a día, en las reuniones familiares, en los velorios; cuando abarrotan los bares, los mercados, cuando abren sin más los negocios. Tienen claro entonces, ¡cómo no!, que lo normal es lo real y que en cuanto evidente les da el derecho de pelearlo a toda costa; pero:

¿Qué es lo real?

Primera pregunta inmediatamente filosófica en mucho tiempo:

CITA 1
Manipulación digital de El barco de esclavos de William Turner. Por Oswald Nava.

Respuesta innegablemente epicúrea y lucreciana[6] que Leszek Kolakowski ubicó con fina precisión en su obra La presencia del mito[7], y que el filósofo madrileño Santiago Alba ha utilizado como directriz en una publicación para eldiario.es, donde reflexiona la particular irrupción de realidad que implica la C19. Al respecto dice el madrileño:

CITA2
Manipulación digital de Las tentaciones de San Antonio de Joos Van Craesbeeck. Por Oswald Nava. [8]

Como cuando muere un ser querido o el amor nos sorprende con la guardia de nuestras expectativas abajo, la negación aparece como una suerte de síntoma de «intoxicación por realidad». “No puede ser”, “no pasó”, “no será”, dicen; o en su defecto, alguna obscura teoría conspirativa, un desaire ideológico. Lo que sea que proteja esa velada inmanencia que, como el embrutecedor loop de nuestra rutinaria normalidad, nos permita dar por hecho (sin pensar ni preguntar nada) el sentido de nuestra experiencia.

Al respecto dice Santiago Alba:

Eso ocurre raramente y por dos motivos. El primero es antropológico y tiene que ver con lo que Jean-Paul Sartre, con inspiración muy heideggeriana, llamaba “la inmanencia de la conciencia en la experiencia”. Estamos protegidos, es decir, por la inmediatez misma de nuestras experiencias en el espacio. Por el hecho de que experimentamos las cosas con nuestro cuerpo y en un mundo que reconocemos como banalmente “nuestro”. Lo “normal” es, de alguna manera, lo contrario de “lo real”.

El segundo es sociológico: me refiero al hecho de que el mundo ha sido suplantado por toda una serie de estructuras -o respuestas sociales automáticas- que acabamos interiorizando de forma colectiva, pues de ellas depende nuestra supervivencia, como “reales”. Pensemos, en nuestro caso, en todas esas satisfacciones civilizacionales cotidianas que damos por supuestas: del grifo sale agua, la luz se enciende, el cajero nos da dinero, el supermercado está abierto, el móvil se recarga, el médico nos atiende.[9]

Esta suerte de “coraza” de sentido es lo que muchas de las filosofías a lo largo de la historia se han dedicado a reconocer y denunciar, no porque dichas representaciones se ofrezcan terribles, ¡no, por el contrario!, su aspecto siempre es deseable y apetecible pues prometen un «orden humano» y, por ende, siempre disponible a todo el acontecer de la experiencia.  Un ejemplo útil para observar el mecanismo de esta “coraza” lo vemos en aquellas narrativas religiosas donde ¡hasta lo que no es humano aparece demasiado humano! [10]

Ya en el siglo III a. de C. Epicuro sorprendía la trama ficcional de esta a la que bien podría llamar “estrategia teológica para la protección de la inmanencia” en su Epístola a Meneceo cuando escribía:

Los dioses, en efecto, existen, pero no son como el común de las gentes se imaginan puesto que no los mantienen a salvo de objeciones al considerarlos como los consideran. E impío es no el que desbarata los dioses del común de las gentes, sino el que aplica a los dioses las creencias que de ellos tiene el común de las gentes.[11]

Y en sus Máximas Capitales:

El ser dichoso e inmortal [el dios] ni tiene preocupaciones él mismo ni las causa a otro, de modo que no está sujeto a enfado ni a agradecimiento. Pues tales sentimientos residen todos ellos en un ser débil. [12]

En resumen: si hay dioses y de verdad son tan perfectos y supremos, en nada podemos resultar de su interés (ni para bien ni para mal) y es el rumbo ciego de la realidad, orgánicamente imposibilitada de percibir nuestra presencia, lo que dicta el indiferente ritmo de las cosas; ritmo que, por lo demás, es el que la filosofía de Epicuro, y en general las filosofías antiguas (deístas o ateas), nos exhortan a comprender y acatar, pues, en la inadecuación a ella (a la realidad que se impone con indiferencia a nuestras costumbres, anhelos y creencias), es donde se inscribe el origen de la desesperación, la tristeza, la frustración, el miedo (φόβος) [13]y, en general, todos los motivos que pueden hacer de la vida una experiencia insatisfactoria. Captar la ganga con la que el humano se fuga del «sentido de lo real» es parte fundamental del ejercicio filosófico que enseñaron los maestros paganos greco-romanos y hoy una enseñanza que se nos ofrece con relevancia renovada: en un vórtice tan peligroso como el de los confinamientos, la incertidumbre económica, los brotes de enfermedades mentales, y hasta la viralización de dogmatismos ideológicos (derechistas, izquierdistas, feministas, machistas, racistas, «ultras», progres y todo un fardo de comodines heurísticos[14]), la relevancia de la filosofía se hace patente.

Diría entonces que, cuando la realidad irrumpe en la normalidad, conviene, antes que “querer regresar a la normalidad”, apoyarse en la filosofía para salvaguardar la sensatez, la sutileza, el control de sí, el sentido… 

Las filosofías antiguas no preparaban a las personas para empoderar sus dogmas e ideologías a ultranza (que también hubo quienes lo hicieron), sino que para hacer frente a la «realidad», para tomar postura no solo ante el shock que representa natura (enfermedades, desastres naturales, muerte), sino también al que nos exponen las condiciones materiales y sociales (posición económica, desavenencias políticas, perspectivas morales) o simplemente el azar (banca rota, desgracia, cárcel). Ante este despliegue de realidad que implica la existencia, la «conciencia de sí», lo «Sagrado», la «cosmovisión», el «autocontrol», fueron algunas de las estrategias que las filosofías antiguas instrumentaron como recurso para salvaguardar el sentido y la libertad humana. Un universo de experiencia en el que la realidad es la indiferencia del mundo, es un universo frágil, que se desmorona; en él, los simulacros y las mentiras piadosa dan de sí muy pronto, por ello, los filósofos antiguos se abocaron a la búsqueda de lo estable, lo necesario, lo verdaderamente disponible, por mínimo que fuera.

Después de las batallas, de las victorias electorales,  incluso aún después de la quema de los palacios de gobierno; la tropa, el electorado, los entusiastas revolucionarios, todos, hayamos sido quienes a hayamos sido en esa poderosa turba multicolor, regresaremos invariablemente a nuestro estado celular, fraccionado y mínimo al interior del devenir de las fuerzas de poder y la naturaleza y una vez ahí, cautivos, como siempre, la «conciencia de sí», la «autosuficiencia intrapersonal», «nuestro Sagrado» se ofrecerán como el último lugar del orbe donde aún podrá caber un sentido posible para nosotros y una oportunidad para nuestra libertad.

Hoy, como quizá en mucho tiempo no ocurría, estamos ante una oportunidad/necesidad para entrenarnos en esto. Para ello, la filosofía es un camino.

 

[1]Sopa de Wuhan es  el título de un libro de circulación libre a cargo de Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO) que convocó a quince autores para publicar sus reflexiones sobre la COVID19. Dejo acá la liga directa al PDF descargable:

http://iips.usac.edu.gt/wp-content/uploads/2020/03/Sopa-de-Wuhan-ASPO.pdf

[2] Pandemonium es un libro que surge casi en reacción a Sopa de Wuhan y la “injustificable superioridad moral de la izquierda”, como menciona Carlos Beltramo, uno de sus editores. También es una compilación de textos que reflexionan entorno al fenómeno de la COVID19. Dejo la liga al PDF:

https://www.cafeviena.pe/wp-content/uploads/2020/05/Pandemonium-De-la-pandemia-al-control-total.pdf

[3] Cfr. Platón., Teeteto, 155d. Aquí, Platón postula el origen de la filosofía en el asombro.

[4] A partir de este punto abreviaré la COVID19 por la C19.

[5] Perspectiva acotada por las categorías habituales para comprender el orden de la experiencia del mundo, que merma las posibilidades de un individuo para adecuarse a nuevas posibles exigencias contextuales de comprensión.

[6] Páthe (πάθη) para Epicuro

[7] Kolakowski, Leszek., La presencia del Mito, Amorrortú, Buenos Aires, 2006, p.94.

[8] https://www.eldiario.es/tribunaabierta/pasando-realmente_6_1006909312.html

[9] Ibid.

[10] Quiero subrayar el carácter limitativo de mi valoración de lo «religioso» en este escrito: en absoluto reduzco la práctica y experiencia religiosa a un mero “relato ficcional para la protección de la vulnerabilidad humana”; reconozco otras formas de lo religioso, pero igual pienso que las formas más populares de religiosidad suelen ser estrategias teológicas de evasión de la realidad (sean ateas o teístas).

[11] Epicuro, Epístola de Epicuro a Meneceo, 123.

[12] Epicuro, Máximas Capitales, I.

[13] Es relevante señalar que si bien «phóbos» puede ser traducido por «miedo», «temor», «angustia»… también es traducible por «fuga» o «huida», detalle etimológico que favorece mi apelación a Epicuro como un filósofo de la confrontación del auto engaño y la evasión de la realidad.

[14] El uso que doy a “heurísticos” en este texto es más bien psicológico. Cfr. Antonio Diez Patricio., Más sobre la interpretación (y III). Razonamiento y racionalidad en Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2017, p. 338.

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