¿Es la Filosofía un lujo?

#Sophiaphilia

Siguiendo con la reflexión del quehacer filosófico, ahora transcribo un texto de Pierre Hadot, publicado originalmente en Le Monde de l’education, n.° 191, marzo de 1992, págs. 60-93, pero que ahora tomo directamente de  Hadot, P., Ejercicios espirituales y filosofía antigua. Madrid: Ediciones Ciruela, 2006.

 

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¿Es la filosofía un lujo? Lo lujoso es costoso e inútil. Nos ocuparemos ahora pues de analizar muy brevemente lo que podría llamarse el aspecto económico de la cuestión, es decir, las condiciones económicas indispensables para filosofar en nuestro mundo moderno. Para profundizar en este aspecto comenzaremos por la problemática más general, sociológica, de la desigualdad de oportunidades a la hora de hacer una carrera. Como es evidente, nos centraremos en el problema de la utilidad de la filosofía. Veremos entonces que esta cuestión nos obligará a plantearnos la definición misma de filosofía. Y finalmente, más allá incluso de la naturaleza de la filosofía, nuestra reflexión acabará conduciéndonos al propio drama de la condición humana.

Los no-filósofos consideran en general la filosofía como un lenguaje abstruso, como un discurso abstracto que sólo un escaso grupo de especialistas puede comprender, que gira interminablemente alrededor de asuntos incomprensibles y sin el menor interés, como una ocupación reservada a algunos privilegiados que, gracias a sus recursos económicos o a un feliz concurso de circunstancias, disponen de ocio suficiente para entregarse a ella, por lo que cabe entenderla como un lujo. Y preciso será reconocer de entrada que se precisa una fuerte inversión económica para que un alumno se convierta en bachiller, para que tenga oportunidad de redactar su tesis, un gasto asumido por sus padres y por los contribuyentes. ¿Y para qué le servirá realmente «en la vida» el haber perdido el tiempo en la redacción de tal ejercicio de estilo? En nuestro mundo moderno gobernado por la tecnología científica e industrial, donde todo se evalúa en función de su rentabilidad y del beneficio comercial ¿para qué puede servir discutir sobre las relaciones entre verdad y subjetividad, lo mediato y lo inmediato, la contingencia y la necesidad o sobre la duda metódica en Descartes? No deja de ser cierto por otra parte que la filosofía está lejos de encontrarse por completo al margen del mundo moderno, es decir, de las pantallas de televisión, puesto que en general el hombre contemporáneo tiene sólo la sensación de percibir verdaderamente el mundo exterior cuando lo ve reflejado en esos pequeños rectángulos. Aparecen pues en televisión, de vez en cuando, algunos filósofos: recurriendo por lo general a sus habilidades retóricas suelen seducir al público, que compra su libro al día siguiente hojeando las primeras páginas antes de arrinconarlo definitivamente, desanimado la mayor parte de las veces por su jerga incomprensible. De este modo la cosa da la impresión de constituir un lujo para privilegiados, un asunto propio de ese «mundillo» sin la menor influencia sobre cuanto se refiere a las cuestiones importantes de la vida.

La gloria de la filosofía, responderían ciertos filósofos, reside precisamente en constituir un lujo y un discurso inútil. En primer lugar, si todo tuviera alguna utilidad en el mundo éste resultaría asfixiante. La poesía, la música o la pintura también son inútiles. No sirven para incrementar la productividad. Pero sin embargo juegan un papel indispensable en la vida. Sirven para liberarnos de la urgencia utilitarista. Exactamente al igual que la filosofía. Sócrates, en los diálogos de Platón, hace observar a sus interlocutores que disponen de todo el tiempo que sea necesario para discutir, puesto que nada les acucia. Y es cierto que para eso se precisa bastante tiempo de ocio, como se precisa igualmente para pintar, componer música o escribir poesía.

Y es precisamente tarea de la filosofía el revelar a los hombres la utilidad de lo inútil o, si se quiere, enseñarles a diferenciar entre dos sentidos diferentes de la palabra utilidad. Algunas cosas son útiles para algún fin concreto, como la calefacción, la luz eléctrica o los transportes, y otras le son útiles al hombre en tanto que hombre, en tanto que ser pensante. El discurso filosófico es «útil» en este sentido, aunque puede resultar un lujo si sólo se considera útil lo que sirve a unos fines concretos y materiales.

¿Se puede establecer una definición de la filosofía entendida como discurso teórico? Resulta bastante difícil encontrar algún denominador común entre las diferentes tendencias. Quizá podría decirse que estructuralistas y lógicos, para tomar como ejemplo dos grupos importantes, tienen en común reflexionar sobre las diversas formas del discurso humano, ya sea éste científico, técnico, político, artístico, poético, filosófico o cotidiano. La filosofía representaría entonces, desde su punto de vista, una especie de metadiscurso que no se contenta por otra parte con analizar simplemente los discursos humanos, sino que los somete a crítica en nombre de algo que podría llamarse las exigencias de la razón, por más que el mismo concepto de «razón» sea cuestionado por la mayor parte de estos discursos reflexivos. Y preciso es reconocer que, desde Sócrates, tal discurso ocupado del análisis de los demás discursos constituye uno de los aspectos de la filosofía.

Y sin embargo no es fácil conformarse con esta solución. Si mucha gente considera la filosofía como un lujo es sobre todo porque la considera extremadamente alejada de las cosas importantes de su vida: sus preocupaciones, sufrimientos, angustias, la perspectiva de esa muerte que les espera y que espera a todos a quienes aman. Frente a esta realidad abrumadora de la vida, el discurso filosófico sólo puede parecerles un vano parloteo y un lujo irrisorio… «Palabras, palabras, palabras», decía Hamlet. ¿Qué es finalmente lo más útil al hombre en tanto que hombre? ¿Acaso discurrir sobre el lenguaje o sobre el ser y el no ser? ¿No sería más bien aprender a vivir de un modo humano?

Hace un momento recordábamos los discursos de Sócrates, discursos sobre los discursos de los demás. Sin embargo, no fueron concebidos para erigir ningún edificio conceptual, ningún discurso puramente teórico, sino que nacieron a partir de animadas conversaciones mantenidas entre gente normal, en absoluto alejadas de la vida cotidiana. Sócrates era un hombre de la calle. Hablaba con todo el mundo mientras recorría mercados, gimnasios, talleres de artesanos, tiendas de comerciantes. Él observa y discute. No se las da de saber muchas cosas. Solamente pregunta, y aquellos a quienes pregunta comienzan a preguntarse entonces sobre sí mismos. Empiezan a ponerse a sí mismos en cuestión, a ellos y a su manera de actuar.

Desde este punto de vista, el discurso filosófico no constituye un fin en sí mismo, sino que está al servicio de la vida filosófica. El aspecto fundamental de la filosofía no es este discurso, sino la vida, la acción. La Antigüedad le concedió a Sócrates estatuto de filósofo, más por su forma de vivir y morir que por sus discursos. Y la filosofía antigua siguió siendo socrática en la medida en que nunca dejó de presentarse a sí misma como una forma de vida más que como un discurso de carácter teórico. No se entiende por filósofo al profesor o escritor, sino al hombre que ha elegido determinada forma de existencia, que ha adoptado cierto estilo de vida, epicúrea o estoica, por ejemplo. El discurso juega sin duda un papel relevante dentro de esta existencia filosófica: la elección vital se manifiesta en forma de «dogmas», en forma de descripción de cierta visión del mundo, y esta elección vital se mantiene actual gracias al discurso interior del filósofo que rememora los dogmas fundamentales. Pero este discurso está ligado a la vida y a la acción.

Puede observarse también la existencia de un tipo de filosofía que de algún modo se identifica con la vida del hombre, la vida de un hombre consciente de sí mismo que rectifica sin cesar su pensamiento y modos de actuar, consciente de su pertenencia a la humanidad y al mundo. En este sentido, la célebre fórmula «filosofar es aprender a morir» supone una de las frases más adecuadas que se hayan acuñado nunca para definir la filosofía. Desde la perspectiva de la muerte cada instante representa una oportunidad milagrosa e inesperada, y cada mirada sobre el mundo nos dará la impresión de verlo por primera y quizá última vez. Nos asombrará entonces el insondable misterio de la presencia del mundo. El reconocimiento de este carácter en cierto modo sagrado de la vida y de la existencia nos llevará a comprender mejor nuestra responsabilidad hacia los demás y hacia nosotros mismos. Esta forma de consciencia y actitud vital proporcionaba a los antiguos serenidad y tranquilidad espiritual, posibilitando al mismo tiempo su libertad interior, el amor a los demás y la seguridad a la hora de afrontar la acción. Puede observarse por ejemplo en algunos filósofos del siglo XX, como Bergson, Lavelle o Foucault cierta tendencia a recuperar esta antigua concepción de la filosofía.

En apariencia tal filosofía no puede constituir un lujo, puesto que está ligada a la vida misma. Supone más bien una necesidad elemental para el hombre. Por eso filosofías como la epicúrea o la estoica se pretendían de alcance universal. Al proponer a los hombres un arte de vivir en cuanto que hombres, se estaban dirigiendo en realidad a todos los seres humanos: esclavos, mujeres, extranjeros. Tenían un carácter misional, pues intentaban convertir a las masas.

Pero sería en vano. Pues no hay que hacerse ilusiones: esta filosofía concebida como una forma de vida no puede ser ahora y siempre sino un lujo. El drama de la condición humana es que resulta imposible al mismo tiempo filosofar y no filosofar. Gracias a la consciencia filosófica se le muestran al hombre las múltiples maravillas del cosmos y de la tierra, viéndose dotado de una percepción más aguda, de una inagotable riqueza en virtud de su relación con los demás hombres, con las demás almas, invitándosele a actuar con benevolencia y justicia. Pero las preocupaciones, las necesidades y la superficialidad de la vida cotidiana le impiden acceder a esta existencia consciente de todas sus posibilidades. ¿Cómo unir armónicamente vida cotidiana y consciencia filosófica? Tal equilibrio sólo puede ser frágil y encontrarse bajo amenaza constante. «Todo lo excelso es tan difícil como raro», dice Spinoza al final de la Ética. ¿Y cómo podrían millares de hombres agobiados por la miseria y el sufrimiento alcanzar semejante estado de consciencia? ¿La condición de filósofo no consistirá también en padecer este aislamiento y al tiempo en gozar de este privilegio, de este lujo, teniendo siempre presente el drama propio de la condición humana?

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