¿Qué rayos puede ser la filosofía?

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Entre el remoto origen de la filosofía y el inabarcable caudal de sus fuentes, las preguntas: ¿Qué es la filosofía?, ¿cómo se divide?, ¿cuál es su objeto?, reflejan la primera honestidad posible ante este extraño animal.

Podría decir que el objeto de la filosofía es la «verdad» (sí, la verdad, la de hoy, la que quizá ya no sea mañana, la mía, la subjetiva), y, cuando no, «La Verdad» (la de siempre, la de todos, la del ser, la de lo real, la objetiva), ¡o las dos!, aunque, hablar de ambas verdades a un mismo tiempo podría antojarse levantisco, pues, normalmente, se supone que entre «verdad» y «Verdad» siempre hay una impostora que termina siendo desestimada por la otra. Al menos así nos enseña la tensión neurálgica de la filosofía en occidente: la distinción platónica entre «doxa» (δόξα) y «episteme» (ἐπιστήμη); entre conocimiento de lo aparente y conocimiento de lo real. Sin embargo, el punto neurálgico no es por necesidad el más remoto. Replegados, más allá del momento platónico de la filosofía, hubo un momento “presocrático” de la filosofía en el que el ser acontecía frente y más allá de la filosofía, en toda su inaccesible globalidad: me refiero al «Ápeiron» de Anaximandro, que es no-esto, no- aquello, precisamente porque «es» pura y simplemente; así, sin asignar sujeto al verbo. De este tipo también fueron las «homeomerías» de Anaxágoras, el «fuego» de Heráclito… Pero, he aquí que el poema de Parménides parceló ese flujo inexorable con el que se comprendía al ser, privilegiando el sustantivo respecto al verbo; el de Elea substancializó el ser y sólo entonces la verdad comenzó a ser la Una, la Inmutable, la Intangible, la Auténtica y, finalmente, con Platón, la de Más Allá, la de la Filosofía; este quiebre habilitó una tensión que aún opera en todas las encrucijadas de la tradición filosófica occidental.

Por ello, incluso antes de la ambiciosa indagación Filosófica (con mayúsculas) por la Verdad, sea más sensato preguntarnos por la faena, mucho más modesta,  de cómo poder transitar todas las posiciones intermedias entre los polos, sin por ello ostentar un boato de promiscuidad intelectual; pero tampoco sin terminar cautivo en algún punto del recorrido, como un parroquiano queda suscrito a su parroquia.

Esto no es accesorio pues, que el filósofo se haga parroquiano o clientelar es un despropósito, toda vez que nuestra comprensión de la filosofía se desprenda del sentido etimológico de la palabra: «amor a la sabiduría» (filosofía [φιλοσοφία] φιλεῖν [fileîn] ‘amar’ y σοφία [sofía] ‘sabiduría). Si bien, la militancia a una ideología o la feligresía a un culto están constituidas de compromiso y búsqueda de objetivos; dichos objetivos suelen presuponer la fijeza de una verdad final y la perpetuación de un status quo ideal. Esta tentación de fijeza contrasta radicalmente con el φιλεῖν de la φιλοσοφία, que es, como Platón explica en voz de su Diotima socrática, un tránsito, una medialidad, una tensión que, en el caso del filósofo, se ejerce entre la conciencia de su incompletitud y la apertura hacia su trascendencia en la verdad, por inaccesible que esta sea. Esta tención se explica en el Banquete, cuando Diotima narra la genealogía de Eros que, nacido de madre miserable (Penia) y padre opulento (Poros), era un démon[1] carente de sabiduría, pero con los recursos suficientes para hacerse de ella.

Dice Diotima:

La sabiduría, en efecto, es una de las cosas más bellas y Eros es amor de lo bello, de modo que Eros es necesariamente amante de la sabiduría, y por ser amante de la sabiduría está, por tanto, en medio del sabio y del ignorante. Y la causa de esto es también su nacimiento, ya que es hijo de un padre sabio y rico en recursos y de una madre no sabia e indigente. Ésta es, pues, querido Sócrates, la naturaleza de este démon.[2]

Y con este démon, como decía, Diotima también nos señala la “naturaleza” propia del filósofo[3], que no es el sabio, pero tampoco el ignorante, sino uno que está en medio, tendido,  orientado, lanzado hacia la sabiduría, aunque nunca la encuentre.

Esta «tensión», que también se puede entender a través de tropos como el viaje, la ruta o la odisea, es la que me anima a proponer una comprensión, si se quiere subsidiaria, de la filosofía, de menos en lo que logro hilvanar alguna otra más totalizante, si es que algo así puede ocurrir. Dicha comprensión, propone a la filosofía como aquella episteme[4] que piensa la diversidad de nuestros vínculos con eso a lo que, de tan variadas formas, llamamos “verdad”. En este sentido, lejos de ser una atalaya o una migaja, la filosofía es más una «cartografía», que traza las rutas de nuestros diversos vínculos con las verdades de la historia y de nuestra vida, a veces como una carta náutica, a veces como una estratagema.  Como una carta náutica porque, ¿qué otra cosa hace la filosofía si no es embarcarnos en la búsqueda de nosotros mismos?

Al respecto, dice el filósofo alemán, Wolfram Eilenberger, comentando la definición que daba Wittgenstein de la filosofía[5], que la labor del filósofo transita del extravío a la ubicación de sí y, sólo entonces, a la consideración de las opciones de camino disponibles. ¿Para qué otra cosa se hace un mapa?

Existe una respuesta posible: para escapar. Pensemos en Ariadna y el laberinto de Minos. En efecto, el mapa no sólo es una herramienta para encontrarse, como ocurre con la carta náutica, ni tampoco para llegar al lugar deseado, como ocurre con google maps; sino que también funciona para salir del lugar en el que no se quiere estar más. En este sentido, la filosofía es una especie de cartografía estratégica para abandonar los espacios de captura, incluso si estos se autoproclaman como la “verdad” misma.  Diría, incluso, que este es el territorio propio de la filosofía, pues, encontrarse a uno mismo o encontrar un camino, son quehaceres que tienden a la suscripción en un sentido último y eso, como estamos viendo, no le es propio a la filosofía. Si bien, el lugar de la filosofía no es el desarraigo, sí tiene un compromiso activo con el escape de las fortificaciones de sentido que pretenden, idolátricamente[6], poseer la verdad.

No lo niego, este perfilamiento del pensamiento filosófico es débil, pero sólo en el sentido en que Vatimo habló del “pensiero debole” y diría, incluso, “analógico“, en el sentido que Mauricio Beuchot habla de la analogía; es decir, se trata, para seguir en la atmósfera platónica del planteamiento, de una comprensión de la filosofía que se pronuncia desde el reconocimiento de una cierta objetividad socrática, pero abierta a la contingencia, a la perspectiva y a la historicidad más trágica y sofística. Desde aquí, la filosofía puede ofrecerse como una «sintetizadora de saberes» que, aparte de endosarse a los quehaceres doxográficos, también puede asumirse como una «cartografía de los vínculos» que se bifurcan por el entramado epistolar de las historias de la filosofía, así como por entre las biografías de los filósofos, y por nuestras propias biografías como filosofantes.

En el Eutidemo , Platón afirma que la filosofía es un «conocimiento» en cuanto permite la adquisición de un saber, pero también es un «arte», en cuanto da dirección para poder hacer un uso «conveniente» de dicho saber[7]. Esto se ve claramente en el ideal de sabio que encarnaron las filosofías helenísticas como el epicureísmo, el escepticismo, el neoplatonismo o el estoicismo (por mencionar las más relevantes), que buscaron vivir la sabiduría como condición sine qua non para lograr la realización humana. Uno de los ejercicios fundamentales en este esfuerzo fue la «autosuficiencia» (no dependencia de lo contingente) y la «imperturbabilidad» como resultado de la consciencia y consentimiento de la incapacidad humana para poder saberlo todo y para poder modificar la estructura fundamental de la realidad.

Estos conocimientos, que se convertían en prácticas (arte), es a lo que me refiero cuando digo que la filosofía es un «saber sintético», es decir: no sólo una capacidad sistematizadora y metodologizánte (que también), sino, más bien, la capacidad de articular y orientar la diversidad de saberes hacia un sentido global de la experiencia. Quizá a esto se refiere Platón[8] cuando menciona, también en su Eutidemo, que de poco serviría poder recibir todo el oro del mundo, o los conocimientos médicos o el don de la vida eterna, si no sabemos hacer uso de ellos en función a la estructura global de lo humano[9].

De esto va la subsidiaria comprensión de la filosofía que les ofrezco: una búsqueda incesante de la verdad que tiene su punto focal, no en la verdad misma(que para el caso adquiere un cierto aire mítico y espectral), sino en los trayectos, rutas y vínculos con que los filósofos la han buscado y con los que han escapado, a su vez, también de ella; manteniendo a salvo esa vocación de démon que la filosofía les otorga como don; pero también como maldición en cuanto condena al esfuerzo permanente de la itinerancia del pensar.

 

 

[1] Termino usado por Diotima para referirse a Eros que, más que aludir a una “divinidad menor”, debe ser entendido como una entidad metafísica intermediaria entre los dioses y los hombres.

[2] Platón, Banquete, 204 b.

[3] Se dice que Pitágoras acuñó el nombre de Filosofía:

El primero que denominó a la filosofía y se llamó a sí mismo filósofo (nos cuenta Diógenes Laercio) fue Pitágoras, dialogando en Sición con León el tirano de los sicionios o de los fliacios[…] Pues dijo que nadie era sabio más que la divinidad.

Diógenes Laercio. (2013). Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres. Alianza (1,12), España.

[4] Foucault propuso el concepto de “episteme” para referirse a los marcos cognitivos y las condiciones de posibilidad que estructuran el conocimiento en una época particular. Argumentó que cada época histórica está caracterizada por una episteme específica que determina las reglas y los límites del pensamiento y la producción de conocimiento. Pienso que este concepto alcanza para emplearlo en  micro-contextos como nuestras propias épocas históricas como pensadores.

[5] «La filosofía siempre empieza tras haber perdido tu camino en un entorno complejo»

Cfr. https://ethic.es/2021/08/wolfram-eilenberger-el-fuego-de-la-libertad/

[6] Uso el término “idolatría” en el sentido como lo usa Mauricio Beuchot en su libro, “Las caras del símbolo: el ícono y el ídolo”, donde define al ídolo como ese aspecto del símbolo que aborda el misterio con la pretensión de agotarlo por sí mismo; por ello, también le adjetiva como narcisista.

Beuchot, M. (2013). Las caras del símbolo: el ícono y el ídolo. Ediciones del Lirio (pp.117-118). Puebla, México.

[7] Platón, Eutidemo, 288e – 290 d.

[8] Puede parecer extraño al lector que critique a Platón constantemente y que a la vez le cite como referencia; sin embargo, es importante entender que Platón no escribió filosofía académica, sino diálogos literarios, por eso, tiene tantas voces como personajes creó en su obra.

[9] Platón, Eutidemo, 288e – 290 d.

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