Una lectura nietzscheana sobre el desamor
#EmancipaciónVincular
¿Alguna vez han acompañado su hora de comida laboral o algún trayecto en transporte público escuchando los cañonazos aflictivos de José José, Amanda Miguel o cualquier otro de los juglares del desconsuelo? Es desconcertante, pero ilustrativo, porque, por un lado, tienes la inadvertida sensación de que hasta las heridas mejor cicatrizadas comienzan a querer supurar; pero, a la vez, como no estás ebrio, notas lo artificioso de ese efecto, ¡es masturbatorio! Entonces te preguntas: ¿Bueno, por qué si aquellas son tan “ingratas” y aquellos tan “farsantes”, nosotras, que cantamos esas canciones, no dejamos de orbitar en torno a ellas? Es entonces cuando alguien te dice: “porque es parte de un proceso”, y quizá no le falte razón; sin embargo, tampoco le faltará razón a quien piense que, aunque la canción sea de desprecio, el hecho de que la cantemos programáticamente sigue siendo una astucia de la manifestación.
Y no sólo pasa con las canciones, abundamos mucho cuando hablamos de nuestras decepciones amorosas, pero decimos poco sobre lo que hacemos con ellas. Las adjetivamos como tristes, depresivas, inmerecidas y la narrativa, en su conjunto, nos presenta como víctimas, ¡al grado incluso de sentirnos con el derecho de tomar revancha!, pero, ¿por qué es tan recurrente este patrón?, ¿verdaderamente somos más las personas despechadas en este mundo? Y, si fuera así, ¿dónde están las malas? ¿Acaso tienen un club o se agrupan en sindicatos que les cuidan la identidad? En absoluto, pero, si no notamos lo indicativo de nuestro infatigable merodeo por nuestro “siempre ser las víctimas de alguien” es porque ese mismo merodeo no es el síntoma del desamor, sino su anestésico.
De este efecto narcótico habló el filósofo alemán Friederich Nietzsche, aunque bajo el concepto de «resentimiento» y proyectado al escenario todo de la cultura. Para él, este concepto apunta a un circulus vitiosus con el que buscamos narcotizar nuestro sufrimiento a través de una emoción aún más intensa que el sufrimiento inicial; dicha emoción puede ser cualquier afecto negativo como el odio, el rencor, los celos, la venganza… Por ello, en una suerte de impulso de autolesión, el resentido no sólo siente, sino que «re-siente» su daño, una y otra vez, de formas cada vez más hirientes y, por tanto, fantasiosas, con tal de reaccionar y descargar emocionalmente sobre los otros. Dice Nietzche a este respecto: “Todo el que sufre busca instintivamente una causa de su sufrimiento, o, dicho con más exactitud, […] un causante culpable y que sea sensible al sufrimiento […] algo que tenga vida sobre lo que pueda descargar sus emociones con algún pretexto […] la descarga emocional es el mayor intento de obtener alivio, concretamente el mayor intento de narcotization del doliente.” (Nietzsche, 2002, p.380.) Así, este sádico analgésico ofrece alivio a sus practicantes, aunque, no sólo eso; sino, en muchas ocasiones, también les da poder.
Nietzsche también aborda el potencial de poder que tiene el resentimiento en su teoría de “la moral de esclavos”, la cual expone como una suerte de “dispositivo” para lo que denominó como «inversión de valores» (Nietzsche, 2002, p.284.). Expuesto a grosso modo, «los amos» o «nobles» (antagonistas de los «esclavos» en la teoría nietzscheana) son los individuos seguros de sí, que viven en confianza y franqueza frente a sí mismos; por ello se ocupan con autonomía de sus sufrimientos; es decir: su reacción es la acción; muy por el contrario de «los esclavos» o «resentidos» que, cautivos de la reacción, no pueden ser francos ni seguros, pues constantemente se empequeñecen a sí mismos con tal de mantenerse emotivos, reaccionando, siempre, a una exterioridad que les estimula por oposición, y que en su imaginación rencorosa terminan por adjetivar como “lo malo” (el malo, la mala, el agresor…), a la vez que se recortan por entre ese mismo “malo”, a sí mismos, como “lo bueno” (la buena, el bueno, la víctima) (Nietzsche, 2002, pp.287-290.).; es decir: su acción es reacción (reacción a…). Es decir, que, en vez de evitar o vencer al otro en cuanto fuente de sufrimiento (actuar desde sí), los esclavos prefieren disminuirlo, criminalizándolo hasta hacerle sentirse avergonzado de lo que originalmente le producía dicha y orgullo. Para Nietzsche, el ejemplo histórico de esto son los judíos y cristianos ) (Nietzsche, 2002, p. 286), quienes trastocaron el sentido de “bondad” de los nobles bárbaros, que estaba relacionado con la fuerza del guerrero, para oponerle el de «compasión» y «pobreza», sentidos que, aparte de opuestos, buscaban invertir eficazmente el sentimiento de «orgullo» y «superioridad» de los nobles, hasta tornarlo en «culpa» y «vergüenza»[1]; en suma, una estrategia de poder para dominar a los poderosos, aunque encubierta tras la máscara de la víctima. Es a este astuto “giro de tuerca” a lo que el filósofo alemán llamó «inversión de valores».
Queda claro que esta lectura del origen de la moral (Nietzsche afirma que la moral nace de esta inventiva resentida de los esclavos frente a los amos) es polémica y tiene límites para llevar a cabo un análisis completo de la moral en nuestros días; sin embargo, considero que sí alcanza para preguntarnos si ¿acaso la rumiante metodología del resentimiento con la que solemos gestionar nuestros desencuentros amorosos podría ser, en el fondo, una “microinversión de valores”?
Pensemos que, salvo los casos de agresión explícita y deliberada, lo que normalmente nos duele y desilusiona de «nuestros-otros» es que se permitan ser «ellos-otros», sin embargo, ¿qué de extraño e ilícito hay en el hecho de que un «otro» no coincida conmigo como «mi mismo»? Nada, realmente, sólo lo inquietante de la discrepancia de valores, que, de asumirse como tal, habilita en los vínculos una conciencia de contingencia que, en un imaginario amatorio como el que caracteriza a la monogamia matrimonial más popular, puede provocar sentimientos de frustración y ansiedad los cuales es responsabilidad de los integrantes del vínculo atender; sin embargo, la experiencia nos enseña que estos intentos de gestión se suelen dar mal y poco; es entonces cuando entra en acción el analgésico del resentimiento.
Para entender cómo opera este narcótico, pensemos que las crisis amorosas suelen estar atravesadas por una paradoja: La persona que amamos como «nuestra» es la misma que ese «otro» que nos causa incertidumbre. Esto se ofrece obvio a simple vista, sin embargo, a nivel experiencial, no siempre lo es, pues, si estamos tan claros que la persona que nos lastima es la misma que amamos, ¿por qué casi siempre decidimos ser la víctima del otro y no el aliado del mío? Quizá por la misma razón que preferimos llamar “malo” al opuesto y “monstruo” al diferente: porque vivir en la aceptación de la complejidad y falibilidad del mundo, y con este también la del amor, nos exige un constante estado de conciencia y responsabilidad en el que debemos gestionar, no tanto las opciones y oportunidades que mejor ajustan a nuestras expectativas, como las tensiones internas de nuestro propio límite existencial. Entonces, se trata menos de desojar la margarita, que de asumir lo que me vulnera, interpela y frustra del «otro», a costa de no perderle como lo que me realiza o, en su defecto, de dejar al «otro» que me realiza para evitar eso que de él me vulnera. En este punto no hay ninguna fórmula que valga, pues, cada escenario responde a su propio contexto; pero, lo relevante, es que, una vez integradas las complejidades de las personas amadas en la misma identidad, es muy difícil poder resentirse como víctima, así como dejar de involucrarse como responsable; pues, salvo los casos de fehaciente daño, en el momento del desamor, uno siempre salva algo de sí del daño, pero abandona, a la par, algo de lo que dice amar. Esto, como decía, causa un vértigo, que el resentimiento intenta narcotizar a través de un dispositivo de sobre estimulación: Lo que nos vulnera nos obsesiona, nos hace construir albergues, simulacros, pesadillas… el resentimiento replica esta conducta, pero hiperfocalizada en un sector muy específico de la experiencia, a través de una serie de operaciones que terminan por trastocar nuestra comprensión de la realidad.
Primeramente, da mantenimiento a una serie de pensamientos y sentimientos que reaccionan a la frustración. Esto, prolongado en el tiempo, habilita una serie de disonancias que, entre varios efectos, deslavan el rostro de la persona compleja que algún día nos prometimos amar, para reducirle a una alteridad ajena y despreciable, fácilmente disociable de la identidad de “lo amado”, a la que es posible odiar y sobre la que, como dice Nietzsche, es posible descargar nuestra emoción, pero ya sin sentir remordimiento porque ese otro ya es «radicalmente otro» y ha quedado desvinculado de aquel “sí mismo” gratificante al que se ama. Pero esta desintegración habilita otro efecto más, igualmente disonante, «la auto-confirmación»: en un escenario donde alguien se induce programáticamente a estados aflictivos, la diferencia del otro es percibida como mala y culpable, y, casi como por contraste, el «sí mismo» como “bueno” y “verdadero”, y es esta autopercepción la que permite al resentido pasar de una sensación de frustración e incertidumbre, a una de seguridad y control, en la que cada castigo al culpable rehabilita el significado del “mundo” que necesita sentir que es verdadero para no experimentar frustración. Al final, lo único que queda entre un resentido y su “agresor” es lo único que puede quedar entre la víctima y el victimario: «indemnizaciones».
Me queda claro que la implicación psicológica de este tema sugiere conectar la reflexión filosófica con teorías psicológicas como la de los desórdenes fronterizos de Otto Kernberg, o las reflexiones psicoanalíticas sobre narcisismo y amor de Lacan; sin embargo, mi intención en este escrito ha sido abordar, brevemente, el tema del resentimiento como concepto filosófico; por eso eché mano del pensamiento de Nietzsche, que no aborda al resentimiento como un trastorno o condición clínica, sino como «ressentiment», es decir, como una matriz de pensamiento desde la cual construimos ciertos ámbitos de sentido para la experiencia, con fines muy específicos, los cuales ameritan ser cuestionados, no sólo en las dimensiones domésticas, como la del desamor, sino en otras más amplias; pensemos que, con base en esta matriz, se ha habilitado una de las técnicas de dominación cultural más utilizada en nuestro tiempo: el funeo. O pensemos en formas más suaves y legitimadas del «control» de la diferencia de los otros como el imperativo de empatía, el de simetría afectiva, el de transparencia de la intimidad… ¿Acaso no hay algo de «desotrización», algo de inversión de valores, que busca que los otros se sientan desautorizados para realizarse en su diferencia?
[1] Nietzsche, F. (2002) La genealogía de…, RBA (p. 284).
Fueron los judíos quienes se atrevieron a invertir, con un terrorífico rigor lógico, la ecuación aristocrática de los valores (bueno = noble = poderoso = bello = feliz = amado por los dioses) y la retuvieron aferrada entre los colmillos del odio más abismal: «¡sólo son buenos los miserables, los pobres, los impotentes, los bajos; los que sufren, los que pasan penurias, los enfermos, los feos son los únicos piadosos, los únicos bienaventurados, sólo para ellos hay bienaventuranza; en cambio, vosotros, vosotros los nobles y violentos, sois por toda la eternidad los malvados, los crueles, los lascivos, los insaciables, los impíos, y seréis también, eternamente, los desdichados, : malditos y condenados!»
Referencia
Nietzsche, F. (2002) La genealogía de la moral (Mardomingo, J. Trad.). RBA. España.