La ballena de Troya

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#VirúsIdeológicos

“La ballena” es una película que llegó a la cartelera de los cines de manera oportuna, no sólo por ser un drama escrito y actuado de manera magistral, sino por las metalecturas a las que da oportunidad. Una de ellas, a la que calificaría de «crítica», comienza desde el cuadro sintomático del protagonista, Charlie (interpretado por Brendan Fraser): comedor compulsivo por depresión, y en consecuencia también obeso mórbido; además que un padre irresponsable por abandonar a su familia en nombre de un amor homosexual; su perfil nos arroja muy lejos del canon cinematográfico de subjetividades rotas y caóticas, para las que ya no guardamos ninguna conmoción, al menos pasada la primera década de los 2000s: yonkis pubertos, putas olvidadas, dealers con suerte, lesbianas retadoras, mafiosos redimidos, homosexuales heróicos, ¡hasta narcos canonizados en mártires de la revancha social! Ya ninguna de estas subjetividades nos interrogan o conmueven en alguna medida; a lo mucho, nos invitan a comprar la botarga del personaje que, descafeinado por el marketing, se antoja adquirirlo como a un lince limado de garras y colmillos.

Esto no pasa con Charlie. Él logra cuestionarnos e incomodarnos, sus disfuncionalidades orgánicas y sociales no se ofrecen normativas, ni instagramebles, ni aesthetics, ni edulcorables por alguna de las marcas del mercado; la puta, aun en la más oscura de sus horas, puede estar llorando mientras atiende un cliente y verse, contra todo pronóstico, inesperablemente erótica; lo mismo pasa con el narquito pelado que puede verse malévolo ejecutando gentes, pero la chapa de oro de su “Emiliano Zapata 1911” siempre le ofrecerá una pátina de gallardía a su labor… Charlie es un personaje que no goza de esas absoluciones, por ello, su historia transcurre a web cam apagada.

Si el clímax del drama protagonizado por Brendan Fraser, Hong Chau y Sadie Sink comienza cuando uno se percata que la verdad de los personajes se va manifestando (para ellos mismos y para el espectador) en la medida en la que van reconociendo, casi a fuerza de desplome, el redentor asco que les provoca Charlie, ahora oráculo marrón texturizado de kentucky fried chicken que susurra entre sibilancias pulmonares: “conócete a ti mismo”; el clímax de la metalectura crítica que acá les propongo comienza cuando Charlie les pide a sus estudiantes que manden al carajo las estructuras formales que les solicita en sus cursos, para que se den oportunidad a escribir algo que realmente sientan. Claramente no se trata de una crítica literaria, sino de un reto que Charli les manda a sus estudiantes y a los espectadores en las salas de cine; lo «border» de su situación autoriza al personaje para hacer una invitación a la ruptura, misma que se corona con el acto epifánico de mostrarse en la web cam de su clase, aun sabiendo él que no es una subjetividad normativa, sino todo lo contrario: sólo un obeso mórbido derrotado por la vida y la depresión; sin embargo, es su verdad y quizá porque sabe que muere, necesita más que nunca confesarla.

Confesar la verdad, sentir culpa de la verdad, ser verdaderamente impresentable… el diálogo de Charlie con sus estudiantes es un cuestionamiento sobre la experiencia de la verdad, en especial “la verdad” que decimos declarar cuando nos manifestamos ante los demás. Charlie en la web cam de sus estudiantes desmarca el cuerpo de la mercancía para presentarlo como ese acontecimiento y punto de encuentro para su tragedia. Su mostrarse no es el gesto tímido y gregario del que espera ser aceptado siempre, sino el mostrarse de la revelación: “este es el que soy”, el de la mostración de la realidad, siempre sobrecogedora por resultar indiferente a las geometrías oníricas de una corteza prefrontal infatigable.

Al fondo de los 275kg de humanidad de Charlie y por debajo, también, de toda esta narrativa, se encuentra, agazapada como bicho furtivo, otra verdad: la depresión. Charlie está mórbido por la forma compulsiva de comer que le detonaba su depresión, sin embargo, aunque uno no padezca la misma sintomatología que la del personaje, puede desarrollar una alta empatía con su dolor… Esto obliga a una pregunta de análisis imprescindible: ¿Qué de Charlie soy yo?, ¿es sólo comida lo que la depresión nos puede hacer consumir compulsivamente? Si no es el caso, ¿ese cuerpo mórbido de Charlie, que le causa pena y dolor, podría ofrecerse como símbolo de todo cuerpo de consumo por depresión?, ¿y si ya vivimos en otras morbideces que, antes de darnos cuenta, el mercado ya se encargó de instagramear?, ¿habrá cuerpos mórbidos de trabajo, cuerpos mórbidos de culpa, cuerpos mórbidos de silicona, de ropa, de tinta, de deuda, de miedo a no pertenecer…?

No cabe duda que la pregunta sólo la podemos contestar quienes estamos ahí, pero, en cualquier caso, si la pregunta resulta incómoda, entonces es lícita.

Con la entrega del Oscar a Brendan Fraser, la película se ofrece como un “Caballo de Troya” (Ballena de Troya) que filtra al gran mercado la oportunidad de cuestionamientos y sentimientos que han ido siendo neutralizados por una narrativa de consumo altamente dismórfica y desvalorizante.

Ojalá que esta Ballena de Troya viniera cargado de los suficientes aqueos para hacer arder toda esta ciudad.

 

 

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