LA verdad de la mentira en sentido intramoral
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En la primera entrega de esta serie, veíamos que la verdad, en sentido extramoral, es, según Nietzsche, una mentira, sólo que redimida por el consenso social y recubierta por el prestigio del señorial vocablo “verdad”; sin embargo, si esto es así, entonces, la mentira, propiamente, tiene una dimensión moral positiva, pero no asumida.
Para explicarlo, situémonos en una de las instituciones humanas que se ha servido, como pocas, de la “verdad” dicha en sentido extramoral: «el amor romántico». Ahí, si algo se piden los amantes entre sí es “la verdad”, pero, ¿qué suelen entender por verdad?, ¿acaso una invitación irrestricta a la confianza mutua para el conocimiento del otro?, o ¿es acaso el ejercicio aduanero de pasar revista a todas las novedades en la vida personal del otro? Es difícil asegurarlo, pero, a juzgar por el patrón de conducta más recurrente, diría que se trata de lo último, pues, cuando la verdad se torna en franqueza (παρρησία), todo aquello que no coincide con la expectativa de la pareja o el pacto vincular, suele facultar al otro para hacer de juez e incluso verdugo, pero muy rara vez de interlocutor o confidente. Entonces, pareciera que lo que el amante romántico está entendiendo por verdad, no es propiamente el “conocimiento del otro”, sino la búsqueda de un enunciado domesticado y condescendiente que reivindique su dominio y valor «de» y «en» el otro; en este sentido, su noción de verdad está fundamentalmente articulada en términos de control y autovalidación o, lo que es lo mismo: «conveniencia». ¡Y tiene sentido! No solo porque la vulnerabilidad a la que nos expone un pacto amoroso nos exige un cierto «cuidado de sí», sino porque, aunque muchas de las mentiras que acompañan las relaciones amorosas pueden ser racionalizadas, el problema está en que muchas de ellas también gatillan experiencias traumáticas que deshabilitan psicológicamente a las personas para el vínculo; es decir, que las mentiras escoltan el sentimiento, pero no a la razón, pues, ¿qué indignante sorpresa podría haber en el descubrimiento de que una persona que no soy yo se muestre «otra» y no «mí mismo»? Si, como exigen los amantes, la verdad es la enunciación de la realidad del otro, lo único razonable que pueden esperar que se revele tras la vitrina de hábitos y frases hechas del otro es ¡un otro!; es decir, un alguien que, por definición, nunca coincidirá con ellos en su totalidad y que, por lo mismo, no será lo que esperan ¡porque es otro!; por ello, sabedores de la ilegalidad de ciertas otredades, los amantes mienten; no necesariamente por el gusto de la farsa, que hay los que sí, sino como recurso fundamental para mantener su vínculo en el tiempo. En estas asimétricas, pero infranqueables circunstancias, ¿qué acaso ese no es un uso moral de la mentira en sentido positivo?
En Inglaterra, existió un filósofo que, así como Nietzsche, fundaba su análisis de la moral sobre una plataforma ontológica de tipo materialista, sólo que medio siglo antes de que Nietzsche comenzara a producir su obra; este filósofo fue Jeremy Bentham quien, para salir del vaporoso nubarrón de prestigio que habilita el sentimiento de “bien” que despierta la “verdad”, decidió desplazar el campo de análisis hacia «el placer».
Muy a disgusto de la utopía moral kantiana del imperativo categórico, la teoría ética de Jeremy Bentham nos sugiere que, más que decir la verdad, la máxima moral que debería guiar nuestra conducta es algo tan simple como «no hacer daño» o, dicho en clave epicúrea: disminuir el dolor y procurar el placer. [1]
Para no salir del territorio romántico, pongamos por caso una de esas infidelidades que, dada su aislada y fortuita circunstancia, el no confesarla sería anecdóticamente igual que olvidarla. Qué es lo mejor en un escenario como ese, ¿confesar y decir que te encamaste con otra persona una noche, sólo porque el deber de la verdad te lo exige, o guardar discreto silencio y evitar un malestar innecesario y efectivo a tu pareja?
Alguien diría que, en caso de intentar la omisión, la culpa bastaría para que tal pretensión se viniera abajo, pero, en dado caso, sería la culpa, y no el imperativo de decir la verdad, lo que movería a la confesión que, por otra parte, resultaría una priorización del propio bienestar frente al de la pareja. Incluso, aun si me dijeran que al privar al otro de nuestra verdad le estamos mermando su capacidad de ejercer su libertad respecto a nosotros, diría que tampoco aplica, pues, estamos hablando de un episodio fortuito, que no habilita cambios sustanciales en la circunstancia. Por otra parte, qué está más cerca del fin propio de las relaciones amorosas: ¿decir la verdad o no hacer daño a nuestra pareja? Algún airado apriorista dirá “pues mejor no encamarse con nadie que no sea tu pareja” y tendrá razón; pero, lo cierto es que hay que ser más ingenuo que bueno para pensar que alguien puede asegurar que nunca morderá el polvo y, con todo, nuestro caso se sitúa en el momento donde la infidelidad ya ocurrió. Ahora bien, en estos casos, qué es lo que realmente daña el vínculo de la relación a espaldas de la cual se desarrolla la infidelidad, ¿el hecho mismo de la infidelidad o la conciencia efectiva de la misma?
En su obra, “Los principios de la moral y la legislación” Bentham establece una serie de variables para poder calcular, de manera objetiva, la tendencia de los actos humanos, ya sea que se orienten al placer o al dolor de quien las realiza y los demás (Bentham, 2008, pp.35-38). Las variables son intensidad, duración, certeza, proximidad, fecundidad, pureza y extensión, las cuales pueden ser valoradas asignando un parámetro fijo en el cual analizarlas (v.gr. 10/10). No perdamos de vista que la teoría ética de Bentham presupone una ontología materialista, en tanto considera cuantificables todas las entidades existentes, y, por ello, mensurables de algún modo. Entonces, una vez establecidos los valores de cada variable, estos se deben computar y el resultado será el indicador de la tendencia. A continuación, comparto una tabla en la que hice el análisis de nuestro caso:
Así pues, según el cálculo hedonista de Bentham, mi hipótesis de que la mentira por omisión de la infidelidad del ejemplo es moralmente conveniente se confirma, pues, al menos en los términos de la ética pragmatista, omitir la infidelidad del ejemplo produce más felicidad a más personas, y menos sufrimiento que confesarla.
Con todo, Nietzsche no fue un partidario del pragmatismo, ya que le parecía un sistema moral que ignoraba las dimensiones más profundas y trágicas de la existencia. Para el filósofo alemán, la vida se trata de lucha, conflicto y superación personal, no de sacrificarse por el bienestar colectivo, y el pragmatismo es precisamente eso: un sistema moral para la maximización del placer y la minimización del dolor para el mayor número de personas; sin embargo, me pareció interesante apelar a la teoría de Bentham porque es, de cierto modo, un planteamiento que permite exponer la mentira consensualmente aceptada de la que habla Nietzsche, pero sin redimirla tras la pátina de dignidad que ofrece el sentimiento de “verdad”[2], sino que reorientándola a un nuevo sentido: el placer. Es decir que Bentham no expone su pensamiento en un sentido extramoral, sino desde el interior del perímetro moral, sólo que analizado de una manera no dogmática.
No cabe duda, todas estas preguntas y planteamientos son inquietantes porque no garantizar nunca que la persona que seremos en tales circunstancias será la que omite y no la que no se entera; pero, dejando atrás estas proyecciones, si pudiéramos conceder algo de incómoda verdad a los planteamientos que ahora derivamos de la teoría ética de Bentham, entonces estaríamos aceptando que en ciertos marcos de acción, la omisión y la discreción pueden ser efectivos gestos de cuidado y atención al otro, o a nuestros vínculos, aun cuando circulen por el carril de la mentira.
Con todo, estas reflexiones no pueden ser terminantes, pues queda claro que, así como hay escenarios en los que una ética del imperativo categórico no funciona del todo; también hay otros tantos en los que el utilitarismo ético de Bentham, e incluso la autosuperación nietzscheana, se quedan cortos, dejando, siempre, al individuo, frente al impostergable momento de la libertad y la responsabilidad.
[1] La naturaleza ha puesto a la humanidad bajo el gobierno de dos amos soberanos: el dolor y el placer. Sólo ellos nos indican lo que debemos hacer, así como determinan lo que haremos. Por un lado el criterio de bueno y malo, por otro la cadena de causas y efectos, están sujetos a su poder. Nos gobiernan en todo lo que hacemos, en todo lo que decimos, en todo lo que pensamos: cualquier esfuerzo que podamos hacer para desligarnos de nuestra sujeción sólo servirá para demostrarla y confirmarla. Con palabras un hombre puede aparentar que renuncia a su imperio, pero en realidad permanecerá sujeto a él todo el tiempo. El principio de utilidad reconoce esta sujeción y la asume para el fundamento de ese sistema, cuyo objeto es erigir la estructura de la felicidad por obra de la razón y la ley. Los sistemas que intentan cuestionarlo se ocupan de sonidos en lugar de sentido, de fantasías en lugar de razón, de oscuridad en lugar de luz.
Bentham, J. (2008) Los principios de la moral y la legislación. Claridad (p.11), Argentina.
[2] Para Bentham, usar el vocablo “verdad” en sentido extramoral sería ese “sonido en lugar de sentido”, esa “fantasía en lugar de razón”, esa “oscuridad en lugar de luz” a la que se refiere en su obra.
Referencias
Bentham, J. (2008) Los principios de la moral y la legislación. Claridad, Argentina.