Verdaderamiente II

Extramoral es la moralidad de la mentira

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Si la mentira no alberga ninguna posibilidad de valor moral, quizá sea porque la verdad está sobrevalorada.
Ya desde los abordajes criticistas de Kant, pasando por Schopenhauer y posteriormente las reflexiones epistemológicas de Nietzsche, el tema de la verdad encontró límites a sus posibilidades como nunca antes, pasando de ser esa “reveladora de esencias indubitables“, a un mero ejercicio de la representación; esto también comprometió parte del calado moral de la verdad pues, si ya no era la  reivindicadora  de la realidad en el corazón de las cosas humanas, ¿en qué consistía su bondad?
   
Desde este horizonte crítico es de dónde tiro la pregunta invertida por un posible valor moral para la mentira.
Para avanzar con esto, pensemos por un momento en el amor romántico: Cuando uno habla con las personas sobre lo que quieren de sus parejas, uno de los requisitos más urgentes es “que les digan siempre la verdad”; ¿pero resulta evidente que saben lo que piden? Para ser honesto, cuando escucho decir esto a la gente, pienso, más bien, que por verdad están entendiendo un enunciado domesticado que reivindique su dominio y valor de sí frente al otro; es decir, que están pensando la verdad en términos de gestión política, y quizá hasta como terapéutica, pero ¿eso es lo que tienen en mente cuando reclaman tan vehementemente la verdad?.  Por su puesto que no, porque para ellos, la verdad aún conserva esa pátina, ese velo de “universalidad”… pero, como veíamos, si la verdad es más bien representación, transita entonces por los senderos del sentido y en cuanto tal es siempre sujeto de interpretación.
Así pues, la misma razón que desaconseja tomar el celular de tu pareja para fisgonear en sus conversaciones con otras personas es la misma que desaconseja que le cuentes todo de tu vida: hay dimensiones de la experiencia personal que, en cuanto tal, los otros jamás tendrán perspectiva para poder entenderla desde tu propia experiencia de verdad. A esto y no a otra cosa se refiere el tan mentado dicho que versa: “el que busca encuentra” y también por esto el trovador de Úbeda canta: “que ciertos engaños son narcóticos para el mal de amor”.
Con todo, este asunto no puede ser tan fácil como relativizar el imperativo categórico moral de la verdad en favor de una apología de las mentiras piadosas; tiene que existir un criterio que otorgue a la práctica de la mentira un sentido moral suficiente y me parece que el filósofo inglés Jeremy Bentham nos ofrece una solución por lo menos sugerente:
Muy a disgusto de la utopía moral kantiana del imperativo categórico, la teoría ética de Jeremy Bentham nos sugiere que, más que decir la verdad a toda costa, la máxima moral que debería guiar nuestra conducta es algo tan simple como: «no hacer daño» o, dicho en clave epicúrea, disminuir el dolor y procurar el placer.
Un caso que podría resultar provocativo a este respecto es el de ciertas infidelidades que, dada su aislada y fortuita circunstancia, el no confesarlas sería igual a olvidarlas.
¿Qué es lo mejor en estos casos? ¿confesar y decir que te encamaste con otra persona una noche, sólo por que el deber de la verdad te lo exige, o guardar discreto silencio y evitar un malestar innecesario y efectivo a tu pareja?, pues, ¿cuál es el fin propio de las relaciones sexo afectivas? ¿Decir la verdad o no lesionar su vínculo? Algún airado optimista dirá “pues mejor no encamarse con nadie que no sea tu pareja” y tendrá razón; pero lo cierto es que hay que ser más ingenuo que bueno para pensar que alguien puede asegurar que nadie nunca morderá el polvo.  Ahora bien, en estos casos, ¿qué es lo que realmente daña el vínculo de la relación a espaldas de la cual se desarrolla la infidelidad, el hecho mismo de la infidelidad o la conciencia efectiva de la misma?
No cabe duda, todas estas preguntas son inquietantes y retadoras por no garantizar nunca que la persona que seremos en tales circunstancias será la que omite y no la que no se entera; pero, dejando atrás las proyecciones, si pudiéramos conceder algo de incómoda verdad a los planteamientos que ahora derivamos de la teoría ética de Bentham, entonces también cabría aceptar que en ciertos marcos morales de acción, la omisión y la discreción son efectivos gestos de cuidado y atención al otro, aún cuando circulen por el carril de la mentira. 
Con todo, estas reflexiones no aspiran a legarnos un conocimiento manualístico o de receta: así como hay escenarios en los que una ética del imperativo categórico a lo kantiano parece no funcionar; también hay escenarios donde el utilitarismo ético de Bentham tampoco parece alcanzar.
¿Qué tanto queda, entonces, tras estas torciones del criterio moral habitual?  
No mucho, quizá sólo lo que siempre queda una vez rebasada la robusta línea del pensamiento {mínimo: amar a la pregunta con, sin y a pesar de la respuesta misma; no sólo porque estas interrogantes se mueve al borde del dilema ético, sino porque ya el sólo hecho de detenernos a preguntar por las posibilidades para no hacer daño a nuestros próximos, aun cuando esa pregunta nos lleve a respuestas más allá del statu quo aceptado, es una gran victoria.
eme tomado de Facebook

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