El maldito estilo de telegrama

#ElMalditoEstiloDeTelegrama

El maldito estilo de telegrama” es el nombre de una sección del presente blog que busca ser espacio para una literatura a medio camino de la legitimidad filosófica y a medio camino de su desconocimiento; una literatura bastarda podría decir.

Sus formas se deben íntegramente a sus temas: un cuerpo, una situación de vida, un sabor, un recuerdo, un texto, una obra de arte, el inagotable desfile de las cosas que nos provocan; aunque no como parte de un “proceso creativo”, sino como una forma de atender y, diría incluso, de confrontar esas provocaciones. Es decir: no es el cálculo premeditado de someter la existencia a un estado de experiencia que estimule otro, como lo suelen promover los turistas del abismo; sino que se trata del llano hecho de confrontar lo que está ya dado.

El ir y venir de pensamientos y experiencias genera en la interioridad una inquietud, una saturación y, finalmente, una ansiedad, que, si es atendida desde el solario reptiliano de la emoción-reacción, seguramente pasará como con los borrachos que, tras cada copa, sienten que sus problemas se diluyen cuando, en realidad, se enquistan cada vez más. La interioridad no es lo primero que se le ofrece a la reacción, porque la interioridad no está en el solario, ni en la sala, ni en la cocina; sino en la oscuridad del sótano y, para apreciarla, hay que aluzarla con la claridad del lenguaje.

En eso consiste una de las consignas más fundamentales de lo humano: trascender la sorda inmanencia de la emoción con el lenguaje. Desde la práctica de los «bautismos», pasando por los «exorcismos» y hasta la delirante afición nominativa de los poetas y los filósofos por inventar neologismos, lo indispensable, lo sine qua non, es nombrar al pathos para trascenderlo.

En esto consiste la aportación más generosa de los escritores al género humano: ser un tejido de experiencia desde el cual construir un lenguaje del que pueda servirse luego la humanidad entera. Sin embargo, esta idea suele ser apenas un devaneo cuando el escritor escribe, puesto que, en esos momentos, lo único que sabe es que su interioridad le urge, le arde, ¡debe resolverla! Por ello, un escritor no desarrolla su oficio como un σοφός, como un Buda o como un generoso Prometeo; es, antes bien, su propia carne de cañón, su sujeto de experimento, toro de Fálaris y condenado a un mismo tiempo. Esto le da al oficio su aire sufrido y esmerado, porque su trabajo no es hijo del ocio, el derroche de talento o el salario; para ocurrir, le abre el vientre al tiempo y le roba espacio al trabajo, al amor, al sueño, como le sea posible.

En mi caso, esa posibilidad ocurre a contrasentido de un cerebro que desfallece, presa de un precario entramado neuronal, ante las pantallas, los escotes y el susurro de las charlas de las mesas vecinas; haciendo del desarrollo de un pensamiento completo, una especie de deporte olímpico. Quizá por eso me consuela la historia de un hombre  que,  jubilado a los treinta y cinco años a causa de un malintencionado descrédito académico, una endeble salud y un corazón dejado del amor, anduvo errante de la costa azul francesa a Sils María, en pensiones y hoteles baratos, arrastrando consigo difteria, migrañas, insomnio y un intestino castigado por la disentería, el nitrato de plata y el opio, que condenaban sus días a un ritmo intermitente entre la vigilia y la convalecencia de cama, de manera que, para desarrollar su pensamiento, tuvo que abocarse al estilo aforístico o, como él lo llamaba, “al maldito estilo de telegrama”.[1]

Claramente, no es mi caso, pero la languidez de mis redes neuronales me ha permitido entender un poco del martirio que puede representar la intermitencia de una atención fracturada. Por ello, me veo en la necesidad tomar la expresión nietzscheana de «maldito estilo de telegrama», como intento de entablillamiento para mi flácida y discontinua acometida literaria,  sin por ello dejar de habitar la niebla que ilumina.

 

 

[1] Vid. Sánchez, D., 2020: https://www.youtube.com/watch?v=N8kVmRhQbuE&t=2387s

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