El maldito estilo de telegrama

#ElMalditoEstiloDeTelegrama

Sin embargo, nos compete, bajo la tormenta de Dios,
Oh poetas, erguidos y con la cabeza descubierta,
Asir con nuestras propias manos el rayo de luz del Padre,
Y pasar, envuelto en canción, ese regalo divino a la gente.

Hölderlin

El maldito estilo de telegrama es el nombre de una categoría en mis redes, así como una sección del presente blog, que busca ser espacio para una literatura a medio camino de la legitimidad filosófica y a medio camino de su desconocimiento; una literatura bastarda, podríamos decir, ubicada entre la relevancia y la urgencia, entre la obra y el fragmento, entre la brevedad y la insuficiencia; me refiero al ensayo, al aforismo, al parágrafo aislado, al verso. Su forma, que a todas luces revienta la ortodoxia académica, responde a la emergencia de la interioridad del escritor que, consumido por el inagotable desfile de las cosas que le provocan, debe trascender su pasión, o al menos, intentarlo con el lenguaje.

El sótano reptiliano de lo humano, es ese loop binario de emoción-reacción; el lenguaje, la única herramienta para trascenderlo. Desde el «exorcismo» hasta la «autarquía (αὐταρχία)», lo indispensable, lo sine qua non, es nombrar al pathos para trascenderlo. La literatura es, en su forma más profunda, el trabajo del lenguaje por encontrar estos nombres, y los géneros literarios, apenas formatos herramentales para la consecución de este fin. Desde el cuento hasta el artículo académico (el cual, de verdad considero como un género literario), el lenguaje avanza por la experiencia buscando trascenderla, y si bien muchas veces los géneros literarios y sus escribanos ambicionan privatizar la tarea trascendental de la literatura encorsetándola a la estructura de sus géneros, al final lo que hace urgente a la escritura es su capacidad de, sea como fuere, echar luz a la emoción a través del lenguaje, a la del escritor y a la de sus lectores.

En ello va, posiblemente, la utilidad de los escritores al género humano: ser un tejido de experiencia desde el cual construir un lenguaje del que pueda servirse luego la humanidad entera. Sin embargo, esta idea es apenas un devaneo cuando el escritor escribe, puesto que, en esos momentos, lo único que sabe es que su interioridad le urge, le arde, debe resolverla; entonces escribe con su ardor, con su urgencia y con su tiempo, mismo que destina a comer, trabajar, amar, olvidar y leer, sobre todo leer, investigar, allanar un lenguaje; por ello, entonces, escribir nunca se ha tratado únicamente de escribir, como ese tal Portskriver, del que habla Kierkegaard en su Post scriptum, que no leía lo que escribía bajo el supuesto de que su función se limitaba a escribir[1]; sino de leer, como he dicho, y de hacer del tiempo de la vida escritura, que es a lo que llamo «tempo»: una suerte de estado de conciencia resultado de la atención, no para mantener las nalgas pegadas a la silla lo suficiente como para escribir a diario una cuartilla, sino para mantenerse habitando el tema o, lo que es lo mismo: herido para escribir. Esto hace de la escritura no sólo un «oficio» sino una «espiritualidad» que, lejos de desarraigarse de la materia y la vida (como muchas veces sugiere la espiritualidad ascética de las religiones y hasta la de la academia), la habita y la recupera. En este sentido, el tempo es una suerte de vibración que sintoniza cuerpo, tiempo de vida, carácter, circunstancia, biografía, escritura… No como estrategia de moderación, sino como sabio respeto al misterio de su caos. ¡Erotismo le diría!

A este respecto, pienso en Nietzsche, quien jubilado a los treinta y cinco años a causa de un malintencionado descrédito académico, una endeble salud y un corazón no solo dejado del amor, sino por el amor, anduvo errante de la costa azul francesa a Sils María, en pensiones y hoteles baratos, arrastrando consigo difteria, migrañas, insomnio y un intestino castigado por la disentería, el nitrato de plata, el opio y el pésimo hábito de automedicarse que, en conjunto, condenaban sus días a un ritmo intermitente entre la vigilia y la convalecencia en cama. Esto, que no una trasnochada indisciplina bohemia (como se ha querido extrapolar para su mercantilización), es lo que el estudioso del pensamiento alemán, Diego Sánchez Meca, propone como causa fundamental del estilo literario tan poco sistemático de Nietzsche. Dice Sánchez Meca en una de sus conferencias dictadas para la fundación Juan March:

Hablaba de la pluralidad, de la diversidad de los rostros y de las imágenes que se tienen de Nietzsche; la dificultad de armonizarlas en un todo coherente. Una de las principales causas de esto es, ciertamente, que Nietzsche no fue, en la mayoría de sus obras, un escritor sistemático; rara vez exponía lo que quería decir de una manera organizada y concluyente. Cabe preguntarse entonces cuales eran las causas de que no lo hiciera: obviamente, la forma de escribir que tiene Nietzsche fue condicionada de una manera muy importante por su enfermedad. […] De manera que tuvo que aplicarse al estilo aforístico o como él lo llamaba: “Al maldito estilo de telegrama”. La brevedad se le imponía puesto que los periodos en los que era capaz de leer y escribir eran muy intermitentes y cortos; por eso escribió los libros (no todos, algunos de ellos…Bastantes) de la única forma que fue físicamente capaz: con aforismos y parágrafos aislados[2]

Él es el nítido ejemplo de que, la escritura, debe abrirse paso entre los intersticios del cuerpo, el carácter y la biografía del escritor, y no desde una artificiosa creatividad de vanguardia o de deuda con algún género literario; la suya fue una escritura hecha en la fragua de su vida, que fue su cuerpo y su pensamiento. Después, ya con él instalado en la locura, vinieron Georges Brandes, Strindberg, Edvard Munch, Baudelaire, Richard Strauss, Rilke, Joyce,  las vanguardias artísticas de principios del siglo pasado, ¡el mundo!.

De esto va el «El maldito estilo de telegrama»:

Una escritura con el coraje de habitar la niebla que ilumina.

 

 

 

 

[1] Kierkegaard, S., Post Scriptum no científico y definitivo a «Migajas Filosóficas», Sígueme, Salamanca, 2010, p, 193.

[2] Sánchez, D., 2020: https://www.youtube.com/watch?v=N8kVmRhQbuE&t=2387s

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