#Sophiahilia
En una publicación anterior retomaba el planteamiento de Leszek Kolakowski de que «real es la indiferencia del mundo» como clave de lectura para interpretar nuestra situación de “humanos en pandemia”.
Desde ahí, reconocía que la premisa básica del mundo en el que vivíamos antes de la pandemia era el «crecimiento»: crecimiento económico, tecnológico, estético[1]… Pero que con la venida de la COVID-19, algo de su “verdad” había quedado cuestionada: Sin vacuna ni conocimientos científicos suficientes para hacer frente al virus, la lógica funcional del mundo se revelaba de súbito «decreciente» o, en su defecto, como un insospechable «impasse global»; era entonces cuando se hacía relevante preguntar: ¿Qué podría haber más allá de ese presupuesto de «crecimiento» que nos orientaba y que ha dejado ver su límite? Respondía entonces, en sentido claramente negativo: «Realidad», realidad en cuanto «mundo indiferente a nosotros», a nuestros deseos, anhelos y expectativas… eso a lo que el filósofo helénico Epicuro llamó páthe (πάθη).
Para seguir aportando elementos a esta reflexión, a continuación les comparto un texto del discípulo más lúcido de Epicuro (341 a. C.-271/270 a. C.): Lucrecio (99 a. C.-c. 55 a. C), quien, no importando que nunca conoció a su maestro y lo estudió solo tres siglos después de su muerte, ofreció el testimonio más rico y hermoso de la filosofía epicurea: De rerum natura[2], texto que en su último apartado presenta un poema didáctico que versa sobre La Peste de Atenas, no como referencia monográfica al suceso histórico, sino como revisión de una auténtica manifestación de «la indiferencia del mundo a lo humano»; por lo demás, sutil elogio del epicureísmo y de la relevancia de sus enseñanzas a una humanidad que es frágil y que verdaderamente colapsa.
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(Vv. 1138 – 1286)
Unas enfermedades de esta especie,
Causadas por mortíferos vapores,
En los pasados tiempos devastaron
Los campos de los términos Cecropios,
E hicieron los caminos soledades,
Dejaron la ciudad sin pobladores;
Porque naciendo en lo interior de Egipto,
Después de atravesar vastos espacios
De aire y de mar, por último se echaron
Y sobre el pueblo de Pandión cayeron:
Todos los habitantes a millares
Se rendían al morbo y a la muerte:
La enfermedad cogía la cabeza
Con fuego devoraz, y se ponían
Los ojos colorados y encendidos;
Estaba la garganta interiormente
Bañada de un sudor de negra sangre,
Y el canal de la voz se iba cerrando
En fuerza de las úlceras; la lengua,
Intérprete del alma, ensangrentada,
Débil con el dolor, pesada, inmóvil,
Áspera al tacto: cuando descendía
Después aquel humor dañoso al pecho
Desde las fauces, y se recogía
Alrededor del corazón enfermo,
Entonces los apoyos de la vida
A un tiempo vacilaban, y la boca
De adentro un olor fétido exhalaba
Como el de los cadáveres podridos;
Y las fuerzas del alma se perdían,
Y con su languidez tocaba el cuerpo
En los mismos umbrales de la muerte.
Se juntaba a estos males insufribles
Una congoja de inquietud perpetua
Y una queja revuelta con gemidos,
Y sollozar perenne noche y día,
Que sin cesar los nervios irritando,
Envarando los miembros, desatando
Las articulaciones, consumían
A los que sucumbían ya cansados
A la fatiga. Las extremidades
De sus cuerpos no obstante parecían
Estar no muy ardientes, ofreciendo
Tibia impresión al tacto: al mismo tiempo
Estaba colorado todo el cuerpo,
Con úlceras así como inflamadas,
Como si hubiera sido derramado
Fuego de San Antón sobre sus miembros.
Un ardor interior los devoraba
Hasta los mismos huesos, y la llama
En su estómago ardía como hornaza:
La más ligera ropa los ahogaba;
Al aire y frío expuesto de continuo,
Unos a helados ríos se tiraban
A causa de aquel fuego en que se ardían,
En las aguas más frías zambullendo;
Desnudo el cuerpo se arrojaban otros
En hondos pozos; con la boca abierta,
Ansiosos de beber, a ellos venían,
Y su insaciable sed no distinguía
Las aguas abundantes de una gota
Cuando sus cuerpos áridos metían:
Ningún descanso el mal les otorgaba;
Tendido estaba el cuerpo fatigado;
La medicina al lado barbotaba
Con temor silencioso: revolvían
Noches enteras sus ardientes ojos
A un lado y otro sin probar el sueño.
Y muchos otros síntomas mortales
Se notaban también además de éstos:
Alma agitada de temor y pena
Sobrecejo furioso y hosco rostro,
Los oídos inquietos con zumbidos,
Viva respiración, o fuerte y lenta,
Cuello bañado de un sudor brillante,
Poca saliva como azafranada
Y cargada de sal de sus gargantas
Con fuerte tos apenas arrojada.
Se atizaban los nervios de las manos,
Los miembros tiritaban, y subía
El frío de la muerte poco a poco
Desde los pies al tronco: últimamente,
Al acercarse el tiempo postrímero
Tenían las narices encogidas
Y su punta afilada, ojos hundidos,
Huecas las sienes, la piel fría y ruda,
Los labios abultados, resaltaba
Tirante frente; a poco fallecían:
El sol octavo o nono los veía
Las más veces lanzar su último aliento.
Mas si alguno escapaba de la muerte,
Como a las veces sucedía, en fuerza
De secreciones de úlceras malignas
Y de negros despeños, sin embargo,
La misma podredumbre y muerte le aguardaban,
Aunque más tarde: sangre corrompida
De su nariz corría en abundancia,
Con dolores muy fuertes de cabeza;
Todas las fuerzas, toda la substancia
Del hombre así llegaban a perderse.
Si no salía el mal por las narices,
Y si no ocasionaba esta hemorragia,
Atacaba los nervios, se extendía
El morbo por los miembros, y cogía
Hasta las mismas partes genitales:
Y unos, temiendo la cercana muerte,
Vivían por el hierro mutilados
De su virilidad; privados otros
De manos y de pies, quedaban vivos;
Y perdían, en fin, otros la vista:
Tan poderoso miedo de la muerte
Cogió a estos infelices, y hubo algunos
Que perdieron del todo la memoria
Y aun a sí mismos no se conocían.
Aunque en tierra yacían insepultos
Montones de cadáveres, las aves
Y voraces cuadrúpedos huían
Su hedor intolerable, y no tardaban,
Si los probaban, en perder la vida:
Las aves, sin embargo, no salían
Impunemente por aquellos días,
Ni dejaban las fieras alimañas
Las selvas por la noche; casi todas
Sucumbían al morbo y fenecían:
Principalmente los leales perros
En medio de las calles extendidos
Enfermos daban el postrer aliento,
Que arrancaba el contagio de sus miembros.
Precipitadamente arrebataban
Sin pompa los cadáveres: no había
Allí un seguro y general remedio:
La pócima que había prolongado
La vida a unos, a otros daba muerte.
Pero allí lo más triste y deplorable
Era que algunos de estos infelices
Que se veían presa del contagio
Se despechaban como criminales
Condenados a muerte, se abatían,
Veían siempre a par de sí la muerte,
Y en medio de terrores perecían.
Multiplicaba empero las exequias
Principalmente el ávido contagio,
Que no cesaba ni un instante solo
De irse comunicando de uno en otro;
Porque aquéllos que huían las visitas
De dolientes amigos por codicia
De la vida o por miedo de la muerte,
Víctimas insensibles perecían
Dentro de poco tiempo, abandonados,
Necesitados y menesterosos,
Como lanar ganado y como bueyes:
Mas los que no temían presentarse
Al contagio y fatiga se rendían,
Viendo que el pundonor y tiernas quejas
De amigos moribundos precisaban
Entonces a llenar estos deberes.
Porque el más virtuoso ciudadano
Acababa la vida con tal muerte:
Y después de enterrar la muchedumbre
De sus prendas más caras, se volvían,
Fatigados de llantos y gemidos,
A encamarse, muriendo de tristeza:
Por fin, en estos tiempos de desastre
Muertos o moribundos, o infelices
Que los lloraban, sólo se veían.
Además, ya pastores y vaqueros
Y el fuerte conductor del corvo arado
Enfermaban también, y los buscaba
El contagio dentro de sus cabañas,
Y allí les daban muerte inevitable
La pobreza y el morbo: se velan
A veces los cadáveres tendidos
De los padres encima de los hijos,
Y los hijuelos el postrer aliento
Sobre padres y madres exhalaban.
El contagio en gran parte provenía
De la gente del campo, que a millares
A la ciudad enfermos acudían:
Todos los sitios públicos y casas
Estaban llenos; por lo mismo entonces
Con más facilidad amontonaba
Apiñados cadáveres la muerte.
Muchos de sed morían en las calles;
Y después de haber otros arrastrado
Hacia las fuentes públicas sus cuerpos,
Sin vida allí quedaban extendidos,
Ahogados al sentir la gran dulzura
Que les causaba el agua que bebían:
Y las calles estaban ocupadas
De unos lánguidos cuerpos medio muertos
Hediondos y sucios y andrajosos,
Cuyos miembros podridos se caían:
La piel sola tenían sobre el hueso,
En la que ya las úlceras y podredumbre
Habían producido el mismo efecto
Que hace la sepultura en el cadáver.
La muerte, en fin, llenó de cuerpos muertos
Todos los templos santos de los dioses,
Y estaban de cadáveres sembrados
Todos los edificios de deidades;
Los hicieron posadas de finados
Los sacristanes: importaba poco
La religión ya entonces y los dioses,
Porque el dolor presente era excesivo.
Y se olvidó este pueblo en sus entierros
De aquellas ceremonias tan antiguas
Que en sacros funerales se observaban:
Andaba todo él sobresaltado,
Y en este general abatimiento
Cada cual enterraba a quien podía:
Y la necesidad y la indigencia
Horrorosas violencias inspiraron;
Porque algunos gritando colocaban
A sus parientes en la pira ajena,
Y poniéndola fuego por debajo,
Con mucha sangre a veces pendenciaban
Antes que los cadáveres soltasen.
[1] Uso «estético» con especial apego a su sentido etimológico como sensación o percepción sensible [aesthesis]. Es decir que nuestra lógica de crecimiento estético tendría que ver con el aumento progresivo y cada vez más intenso de las satisfacciones sensoriales.
[2] El texto aquí citado es tomado de: Lucrecio., De la naturaleza de las cosas (traducido por D. José Marchena), España, Catedra, 2016, pp. 405-410.